Pocas cosas hay más comprensibles y humanas que el deseo de olvidar experiencias traumáticas, de pasar página y empezar de cero. Es, también, un impulso a menudo injusto, despreciable y peligroso.
Hace dos años, la banda terrorista ETA, tras cinco décadas de atentados, secuestros, extorsiones, tiros en la nuca y bombas que causaron casi un millar muertos, miles de heridos y un cuarto de millón de ‘refugiados del miedo’, anunció que dejaba de matar. (Literalmente habló de ‘abandono de la lucha armada’, pero ese lenguaje que le equipara a un bando bélico cuadra mal con una sanguinaria panda de pistoleros). Unos cuantos olimos a rata y alertamos a nuestros lectores pero muchos, quizá los más, respiraron aliviados. La pesadilla había terminado. Las ansias infinitas de paz del presidente Rodríguez Zapatero habían triunfado.
Pero cerrar así los años del plomo es cerrarlos en falso, es renunciar al Estado de Derecho, es envalentonar a los que, como aleccionaba Mao, creen que el poder está al final del cañón de una pistola. Y, por último pero no menos importante, deja solas y desamparadas a las víctimas.
Las víctimas del terrorismo, los que vieron segada su vida por unas heridas incurables o la muerte de un padre, de un hermano, de un hijo, han sufrido, cada una de ellas, dos atentados: el violento de ETA y el a veces más desolador del desamparo de sus compatriotas. La mala conciencia de quienes prefieren pactar con los asesinos las convierte en seres cuya sola presencia es un reproche y a las que conviene ningunear y ocultar, cuando no insultar y acusar de hacer política con su dolor.
Ayer, cientos de miles de españoles gritaron en la plaza de Colón de Madrid que no olvidan y que las víctimas no están solas. Eso es cierto, pero, para nuestra desgracia y la suya, sólo en parte. Las víctimas están muy solas porque no cuentan con el Estado, ni con sus instituciones; tampoco cuentan con los partidos que ayer miraron hacia otra parte; no cuentan con Europa, ni con los millones de españoles afectados por el devastador peso del buenismo facilón. Tampoco cuentan, y eso es lo peor, con el paso inexorable del tiempo que destruye la memoria de los vivos.
Sí cuentan, pero menos que antes, con un Gobierno que aceptó, sin inventariarla, la hoja de ruta del proceso de paz. El presidente Rajoy, a quien siempre tuvimos por un hombre honrado, no ha sabido revertir la irresponsable decisión del presidente Zapatero de anteponer la paz a la justicia para que haya poco de la una y nada de la otra.
Las víctimas sólo cuentan, en fin, con los españoles honrados. Ayer, de esos, había doscientos mil en Colón.