No sé si es el Síndrome de Estocolmo, pero empiezo a valorar a Pedro Sánchez y a desarrollar una profunda sospecha hacia los antisanchistas.
Que Pedro Sánchez sea nuestro presidente no es culpa de Pedro Sánchez. Lo tenemos, entre otras cosas, por la estrategia electoral del PP, que quiso heredar al PSOE mientras aserraba lo que debía ser su bastón. De ese PP bifronte y de las campañas del voto útil, de la demonización de Vox, y de tanto tobillismo alegre y tanta moderna de Extremadura derivó en parte el triunfo del sanchismo. Y los mismos siguen mismeando con el desahogo que les caracteriza.
Por eso empieza ya a cansar la industria del antisanchismo, el «me cuentan que mañana convoca elecciones», la mística watergate de las revelaciones, una ola en la que quiere subirse y de la que quiere vivir mucho cansino, mucho oportunista y mucho tonto.
El antisanchismo es, para empezar, algo que impide una renovación en la alternativa. Ahí están los mismos de siempre, los que no se van jamás, cogidos al revival de lo que ya hicieron con ZP.
Tienen prisa y ejecutan un gran engaño: ¡Abajo el tirano! ¡Viva la Pepa!
Para ellos, todo va bien, salvo Sánchez. Nuestra Constitución es una maravilla, la división de poderes otra, nuestros jueces y fuerzas y cuerpos, oh, canela… Pues hala, que se note. Que sea el Estado de Derecho el que termine con Sánchez. A ver qué tal, a ver cómo y de qué manera. Mientras tanto, el «mañana dimite» ya parece una forma de no hacer política o política clicbait. Sientan la tonificante ducha escocesa: el calor creciente de la retórica antisanchista en los medios, el frío de la moderación en Génova.
Sánchez, que volvió a aparecer marcando pómulo, dijo algo ayer: «Lo democrático es articular una mayoría parlamentaria».
Y tiene razón. Es así en nuestro sistema.
Ahora están descubriendo a Sánchez, ahora están descubriendo al PSOE, ¡hasta están descubriendo Venezuela! Pero ¿qué dijeron cuando las mociones de Vox? ¿Qué dijeron cuando Abascal denunció que el gobierno tenía un problema de legitimidad? Lo que hicieron fue dársela, «tenderle la mano» y normalizar ese pecado de origen.
Ahora quieren que se vaya. Pero ¿cómo se va a ir? ¿Porque lo diga quién?
Sánchez se enfrenta al Sistema y, ojo, que esto nos lo puede acabar haciendo hasta simpático. Se les ha rebelado, se les ha puesto chulo. A los listos de la herencia les ha salido uno que se la quiere comer solo.
En España hay mucho jeta. Lo que más. Pero pómulo, pómulo solo uno.
Por eso hay que reconocer su trabajo, su capacidad, sus reflejos, su descacharrante cinismo, su perseverancia y una desvergüenza que le permite cualquier contorsión…
Sánchez se ha comido el Consenso. Sánchez es ahora mismo el PSOE («mi organización») y también el centro derecha, que no alcanza mucho más allá del antisanchismo. Si les quitáramos a Sánchez, ¿qué tendrían? ¿qué podrían hablar, ofrecer de distinto?
¿Qué propuesta alternativa hay? ¿Qué generosa oferta de reconstrucción han hecho que no sea quitarlo a él? Ni siquiera quitarlo, porque no pueden… pedir que se vaya. Son cómicos.
En mi opinión, el antisanchismo es políticamente nocivo. Es una tentación que puede salir mal. Es una regurgitación
Sánchez personaliza la crisis de su partido y la del partido de enfrente. La realidad entera de nuestro país. El ethos es su gepeto y es el que mejor habla nuestro idioma. Algo así no sale de la nada. Por eso, porque es tan nosotros, hasta tal punto nosotros, se rehace, nos torea, nos aprehende narrativamente.
Sólo cambiando, sólo alterando el marco, sólo revolucionándonos (no necesariamente ante las puertas de nada) se puede superar.