«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Amando de Miguel es catedrático emérito de Sociología en la Universidad Complutense (Madrid). Siguió estudios de postgrado en la Universidad de Columbia (New York). Ha sido profesor visitante en las Universidades de Texas (San Antonio) y de Florida (Gainesville). Ha sido investigador visitante en la Universidad de Yale (New Haven) y en El Colegio de México (DF). Ha publicado más de un centenar de libros y miles de artículos. El último libro publicado: Una Vox. Cartas botsuanas (Madrid: Homo Legens, 2020). Su último trabajo inédito: “La pasión autoritaria de los españoles contemporáneos”.
Amando de Miguel es catedrático emérito de Sociología en la Universidad Complutense (Madrid). Siguió estudios de postgrado en la Universidad de Columbia (New York). Ha sido profesor visitante en las Universidades de Texas (San Antonio) y de Florida (Gainesville). Ha sido investigador visitante en la Universidad de Yale (New Haven) y en El Colegio de México (DF). Ha publicado más de un centenar de libros y miles de artículos. El último libro publicado: Una Vox. Cartas botsuanas (Madrid: Homo Legens, 2020). Su último trabajo inédito: “La pasión autoritaria de los españoles contemporáneos”.

Efectos curiosos de la propaganda

13 de mayo de 2023

Las grandes empresas privadas medran gracias a la publicidad. A los gobiernos les pasa algo parecido con la propaganda. En uno y otro caso se consideran gastos logísticos necesarios aunque sólo sea por prestigio.

Puede que cada uno de los clientes de las grandes empresas considere que no se ve afectado por los anuncios. Otro tanto ocurre con los que se llaman «ciudadanos»: muchos de ellos se saben inmunes a la persuasión propagandística de los gobiernos. Sin embargo, ambas percepciones son incorrectas. La generalidad de la población se conduce de acuerdo con las incitaciones de la publicidad comercial o de la propaganda política. La mejor prueba de tal aserto es que ambas instituciones siguen funcionando a pleno rendimiento.

La aceptación de los argumentos de la propaganda (si no la rendida sumisión hacia ellos) inhibe en el sujeto la capacidad de mantener diversas opiniones. El «ciudadano» acaba creyendo que las razones expuestas por la propaganda son suyas, auténticas, originales. Todo eso proporciona una rara sensación de seguridad que no tiene precio.

En un sistema democrático, la propaganda gubernamental se ve muy condicionada por los argumentos e ideas que emanan de los partidos y grupos de presión, siempre pro domo sua. Pero en España es tal el control gubernamental de los medios de comunicación, públicos y privados, que casi se podría sostener que vivimos en un régimen autoritario. Después de todo ese ha sido el sistema prevalente a lo largo de la época contemporánea, bajo una u otra apariencia constitucional.

Es más, muchas personas se sienten muy satisfechas de coincidir con las decisiones políticas del Gobierno de turno. Puede que se interpreten en la otra dirección. Piensa el sujeto para sus adentros: «Mira qué bien, el Gobierno decide lo que a mí me conviene». Cuando esa reacción se hace masiva, se puede decir que la permanencia del Gobierno en cuestión va para largo digan lo que digan las encuestas electorales. Por ese lado, los resultados de la propaganda (que para la oposición pudiera parecer cansina u ominosa) componen una mejora de la legitimidad de ejercicio de los que mandan. Los refuerzos de una propaganda tenaz, repetitiva, dan coherencia a un equipo gubernamental, a los dirigentes del partido correspondiente. Visto por ese lado, los altos mandos se constituyen en auténticos portavoces de la ideología dominante. En el caso actual de España y de la mayor parte de los países es lo que podríamos llamar «progresista». Es tan utópica e irreal que merecería su rechazo al menos por parte de las personas instruidas y bien informadas. Empero, sucede algo muy diferente: el personal se siente muy contento o puede que resignado.

Hay veces en las que el triunfalismo del Gobierno deja sin resuello la expresión de los intereses afectados. Examínese un reciente ejemplo. La patronal y los dos sindicatos oficiales acuerdan que los salarios suban por debajo del incremento de los precios. Lo curioso es que ambos «agentes sociales» se sienten satisfechos de tal «hazaña». Claro, son realmente organizaciones «verticales» en el sentido que les dio el franquismo. Aquí, el progresismo imperante no reclama la «memoria histórica» de la ominosa dictadura de Franco.

Un buen sistema de propaganda supone una excelente oportunidad de empleo y de medro para mucha gente: empresas de comunicación, periodistas y comentaristas de toda laya. Siempre habrá un remanente de quejosos contra el carácter poco inteligente de la reiteración propagandística, pero serán los menos. De momento, la posibilidad de un Gobierno que no utilice la propaganda a manos llenas es un suceso irreal.

También es verdad que sobre todo esto se producen muchos grados. El extremo puede dar lugar a la demagogia descarada, la cara opuesta de la democracia. En tal caso, el gobernante se convertiría en un sátrapa, un iluminado, un autócrata. Hay ilustraciones de tal degeneración. Por eso se inventó el artificio de que los gobiernos democráticos no se enquistaran en el tiempo y procedieran a continuas elecciones. Se comprende que a los españoles les guste la ceremonia de ir a votar.

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