Asomados como estamos a la fase final de la Legislatura XIV, con media España (CIS al margen) contando los días para mandar a Pedro Sánchez al baúl de los recuerdos, traigo a esta columna, con permiso del director, una reflexión sobre determinada parte de la actividad legislativa que sus señorías desarrollan, todos pagamos y algunos no entendemos.
Me refiero a las comisiones del Congreso, de todo tipo y condición, en las que, semana tras semana, se someten a debate cuestiones, en ocasiones, de lo más peregrinas. Han pasado por las salas de la excelsa casa de la soberanía nacional desde iniciativas para abordar la «pobreza menstrual» hasta propuestas para «concienciar a los consumidores sobre los efectos del desecho inadecuado de las toallitas húmedas». Sí, querido lector, de toallitas de bebé también se habla en la carrera de San Jerónimo donde, hace sólo un par de semanas, el asunto a debate fue «el acento». O, más bien, los acentos. El andaluz, el extremeño, el gallego, el catalán, el vasco, el manchego…
Fueron los diputados de Podemos los que pusieron la cuestión en la mesa de debate, con una proposición no de ley (a saber, una propuesta que, una vez aprobada, no obliga a nada) para evitar la «discriminación por acento«.
Consideran sus señorías de Podemos que los acentos, «y en general las formas en que utilizamos el lenguaje», proporcionan información «sobre uno mismo: nuestro lugar de origen, clase social, nivel sociocultural, sexo»… (esto último no queda demasiado claro, pero así reza la iniciativa). Y argumentan que, dado que el acento es un rasgo constitutivo de la existencia «individual y social», debe ser protegido y no castigado, porque atacarlo sería menoscabar el «propio concepto de la identidad personal y social».
¿Por qué les cuento este rollo? Porque hoy comienza en Cádiz el IX Congreso Internacional de la Lengua Española que, bajo el título Lengua española, mestizaje e interculturalidad. Historia y futuro, reunirá, durante cuatro días, a expertos de ambos lados del Atlántico que disertarán sobre algo tan sencillo, tan universal, tan digno de orgullo y tan bonito como es nuestro querido español. Y sucede esto en un país -quizá el único del mundo- empeñado en atacar uno de sus mayores tesoros; uno de los regalos que hace siglos hizo España al mundo, llevando nuestra lengua más allá, mucho más allá, de nuestras fronteras.
Así, mientras Cádiz se convierte en la capital del español, unos kilómetros más arriba diputados de partidos separatistas como Esquerra, Junts, Bildu, la CUP, BNG, PNV, Compromís… pelean por enterrar al español bajo la tierra de los euskeras, catalanes, gallegos o valenciàs de turno.
Pero esos mismos, a su vez y liderados en este caso por los muy aliados del separatismo diputados de Podemos, ponen a sus señorías a debatir en el Congreso sobre -y volvemos a la iniciativa de los acentos- la «discriminación por lengua». Pero no para denunciar la ignominia de que un niño andaluz no pueda estudiar en español en Barcelona, o de que un médico gallego no pueda llevar su sabiduría a Baleares si no lo hace a golpe de catalán… no, sino para reivindicar que el niño andaluz —obligado a la inmersión lingüística del catalán si a su padres los mandan a trabajar a Cornellá, por ejemplo— pueda decir sisplau con perfecto acento andaluz porque ese, y no otro, es su derecho. O eso se dice en el Congreso.
Si siente cierta estupefacción; si asiste con sorpresa a las preocupaciones y ocupaciones que tienen [algunas de] sus señorías mientras los españolitos de a pie pensamos en la cesta de la compra, en las pensiones de nuestros mayores y el futuro de nuestros jóvenes o en cómo sortear la creciente inseguridad de las calles… ya somos al menos dos.
Y si a esa estupefacción le suma la indignación por ver que acaba la legislatura sin leyes como las reclamadas por los enfermos de ELA, pero sí, en cambio, con una petición al Gobierno para que promueva la libertad de los acentos somos, de nuevo, al menos dos.
Dos —y seguramente muchos más— dispuestos a mandar a estos gobernantes al baúl de los (malos) recuerdos; a decirles que se vayan con sus preocupaciones y sus toallitas húmedas muy a paseo, y a votar y rezar para que los próximos tengan, si no amor propio, cierto sentido del pudor y nos ahorren las tremendas ridiculeces de esta inolvidable Legislatura XIV.