Con desazón hemos leído la noticia de la crisis del conejo. Según un censo de reciente elaboración, el monte español pierde el 60% de sus conejos.
Así, este animal, que creíamos hegemónico y eterno, se sitúa en el delicado lugar que ocupó siempre el lince, y ya se teme su extinción en algunos lugares de nuestra piel de toro, amenazado también.
Es sabido que una de las teorías que explican que España se llame España es por ser tierra-de-conejos. El conejo ha sido centella de los campos, parte de las ollas, hermano del ajillo y solaz del cazador.
España desarrolló una cunicultura, una cultura del conejo que no es lo mismo que una cunnicultura, aunque un poco también, pues el conejo dio nombre a los más bonito y es, como a Platero se le reconoció después, «pequeño, peludo y suave».
La cunicultura española no terminó nunca, sin embargo, de hacer del conejo una mascota. Quizás sea demasiado escurridizo y dentado. Es en los países anglosajones donde el conejo se hizo más familiar, bípedo y literario: el conejo de Alicia en El País de las Maravillas, Roger Rabbit… Quizás por eso no hay Kentucky Fried Rabbit. No podrían comerse a Bugs Bunny. Aquí Samaniego moralizó a la liebre, pero no la puso sobre dos patas.
No se ha insistido lo suficiente en la sociabilidad del conejo, y es una pena, porque podría sobrevivir en el arca de Noé del animalismo, que en cierto modo es un feminismo.
Otra vía de salvación sería la dietética porque su carne es magra y valorada, aunque su presencia en la cocina sea menor, como vedada por cierto escrúpulo. En la paella valenciana, la reglamentaria, de pollo y conejo, se esposaron los dos, como las dos Coronas, para darle al plato la total y redonda solidez española.
Ahora, la noticia de la crisis del conejo hace pensar. Lo primero, porque los animales siempre están en una situación discutida. O se extienden o se extinguen, o plaga o especie amenazada. Parece que nunca hay en ellos una situación armoniosa, estacionaria. Están entre el expansionismo y la extinción.
Del conejo no solo vive la cunicultura; de él comen las águilas, los buitres o los linces, que si el conejo cae, volverán a peligrar y fue hace muy poco que salieron de la crisis, y poquísimo que vimos un vídeo de dos linces luchando como cabras montesas, a cabezazo limpio, y pudimos comprender su iberismo totémico y goyesco.
La Frontera Sur es porcina, no cabe duda, pero luego España es toro, conejo y lince, y si se extinguen, y los olivos se talan, ¿qué habrá en nuestros montes? Lo que hay en las ciudades ya lo sabemos, ¡pero y allí!
La ciencia, siguiendo un extraño radicalismo, aun habla de especies autóctonas y especies invasoras. Hay animales que son de un sitio. No se ha separado del todo al animal de su ecosistema. Ojalá pueda el conejo corretear muchos siglos aún, tan alegre y despreocupado como siempre, entre nuestras placas solares y nuestros eólicos molinos inquijotescos.