«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Periodista, escritor e historiador. Director y presentador de 'El Gato al Agua' de El Toro TV.
Periodista, escritor e historiador. Director y presentador de 'El Gato al Agua' de El Toro TV.

El cuento de la aldea de los esclavos

14 de enero de 2025

Érase una vez un aldeano que volvía a su casa después de un largo día de trabajo en el sembrado. Al llegar ante su hogar, halló que en su interior habían penetrado gentes extrañas. El aldeano llamó a los alguaciles, pero, para su sorpresa, éstos respetaron a los intrusos y a él, por el contrario, lo llevaron a las mazmorras. Allí encontró el aldeano a otros que habían sufrido la misma suerte. Era injusto, pero nadie se levantó.

Pasaban cosas singulares en aquella aldea. Vivía en los alrededores una banda de malhechores que saqueaba los diezmos y las primicias, y se gastaba lo robado en vino y burdeles. La justicia los metió en las mazmorras, pero he aquí que los malhechores eran amigos del Gran Visir, de modo que éste, como para dar muestra de su magnanimidad, resolvió liberarlos y exonerarlos de toda culpa, y aún peor, porque se ordenó a los aldeanos que pidieran perdón a los bandoleros, y el bufón del visir y los pregoneros recorrían la aldea avergonzando a los disconformes. Era injusto, pero nadie se levantó.

No era fácil la existencia en la aldea. Los recaudadores de impuestos hostigaban sin pausa a los aldeanos, se llevaban la mitad de los frutos del trabajo y, si alguno se oponía, era perseguido hasta quedar reducido a la miseria. Grande fue la sorpresa de los aldeanos al descubrir que, por el contrario, el hermano del Gran Visir no sólo no pagaba a los recaudadores, sino que éstos le ayudaban a esconder sus ganancias. Era injusto, pero nadie se levantó.

Cierto día aparecieron en la aldea sucesivos grupos de bárbaros. Primero diez, luego cincuenta, después cien o más. El Gran Visir ordenó entregar a los bárbaros los mejores alojamientos. Aún más, dispuso que los visitantes fueran mantenidos por los aldeanos. Era injusto, pero nadie se levantó.

El Gran Visir gustaba de alabar su propia generosidad, de modo tal que un día, por razones que nadie entendió, decidió soltar a las calles a los reos que penaban por ultrajar doncellas. No pocos de ellos volvieron a sus anteriores delitos, pero quedó prohibido denunciarlo y se miraba mal a quien osara elevar la menor queja. Con la misma largueza liberó el Visir a convictos de asesinato y a ladrones de la peor especie. Era injusto, pero nadie se levantó.

En otra ocasión, una gran calamidad sacudió la aldea: olas de fango y muerte arrasaron casas y campos, los muertos se contaron por centenares y la miseria se extendió por todas partes. El Gran Visir, encastillado en su soberbia, observó la tragedia desde lo alto, como quien contempla la vida de los insectos. Los aldeanos descubrieron que los valíes y los alcaldes habían descuidado las acequias y los ríos, y pidieron explicaciones a los alguaciles, pero nadie contestó. Al revés, se dictó orden de perseguir a los más revoltosos, mientras se ignoraba con desprecio a los más sumisos. Era injusto, pero nadie se levantó.

Acosados por las deudas y exprimidos por los recaudadores, los aldeanos se vieron obligados vender, primero, los bienes heredados de sus padres, y después, lo poco que aún les quedaba. El gran visir y su corte, por el contrario, vivían en la opulencia, rodeados de lujos sufragados con los dineros de los paisanos. Era injusto, pero nadie se levantó.

Un día los aldeanos se reunieron en la plaza del pueblo. Se miraron a sí mismos. Sin casa, sin tierras, sin dinero, sin hijos, sin dignidad, sin nada. Quisieron levantarse. No pudieron. Gruesas cadenas habían aparecido en sus brazos y sus piernas, y los ataban al suelo. Sin darse cuenta, se habían convertido en esclavos. Y ese pueblo ya nunca se levantó.

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