«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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(Santander, 1968). Jefe de Opinión y Editoriales de La Gaceta de la Iberosfera. Ex director de La Gaceta de los Negocios, de la Revista Chesterton y de Medios Digitales en el Grupo Intereconomía. Ex jefe de Reportajes en La Razón. Formado en la Escuela del ABC. Colaborador de El Toro TV y de Trece Tv. Voluntario de la Orden de Malta. Socio del Atleti. Michigan es su segunda patria. Twitter: @joseafuster
(Santander, 1968). Jefe de Opinión y Editoriales de La Gaceta de la Iberosfera. Ex director de La Gaceta de los Negocios, de la Revista Chesterton y de Medios Digitales en el Grupo Intereconomía. Ex jefe de Reportajes en La Razón. Formado en la Escuela del ABC. Colaborador de El Toro TV y de Trece Tv. Voluntario de la Orden de Malta. Socio del Atleti. Michigan es su segunda patria. Twitter: @joseafuster

El cuento más triste del mundo

2 de abril de 2023

Ella miró con pena la mancha marrón junto al nombre de la familia en la lápida blanca. Sin pestañear, cogió la esponja, se encaramó a la tumba y la frotó durante medio minuto sin éxito alguno. Al fin, ella comprendió, se echó hacia atrás y dejó caer la esponja en un cubo azul descolorido: «Ah, es de vejez».

Con un gesto de pena bajó de la tumba, limpió con una bayeta sus pisadas, recolocó los geranios, posó con la mano un beso en la foto ovalada y deslucida de su marido, se persignó y musitó: «¡Ay, Juan Mari! Cuarenta y cinco años ya. Si pudiéramos volver atrás…».

Justo en ese instante, una ráfaga de viento frío inesperado la dejó sin aliento mientras se hacía un silencio imposible, inédito, roto sólo por un trueno lejano.

«Me voy, Juan Mari, que parece que va a llover. Te veo el sábado, maitia».

A pasitos cortos, salió de Polloe justo cuando pasaba petardeando un 600 color crema. Ella sonrió con tristeza cuando recordó aquel primer coche que compraron recién casados.

Miró el reloj. Las nueve y media. Le daba tiempo a bajar andando para oír misa de diez en San Ignacio. Justo entonces pasó un Seat 124 de color blanco y detrás un Dos caballos de color rojo.

«Será una carrera de esas de coches antiguos», pensó.

Unos segundos después, por delante de ella pasó despacio un Land Rover gris de la Policía Armada con las ventanas cubiertas por rejillas y tres grises con el águila en la gorra de plato y cara de miedo sereno.

Ella ahogó un grito, dejó caer el cubo azul descolorido y corrió por las calles casi vacías de Egia hasta su casa en Gros, en la esquina de Gran Vía con Secundino Esnaola.

Apenas sin respiración, entró en el portal y vio el cartel de «No Funciona» del ascensor que estuvo todo 1978 sin funcionar. De refilón se miró en el espejo del vestíbulo y a duras penas reconoció la imagen que veía. Era joven, otra vez, sin las ojeras que había cultivado en cuarenta y cinco años de poco dormir y mucho llorar.

Con un gemido en la boca, subió las escaleras hasta el tercero, abrió la puerta, corrió por el pasillo hasta el dormitorio y se abrazó a su marido que andaba de pelea con el nudo de la corbata: «¿Qué te pasa mujer? ¿Qué tienes?».

A ella se la quebraron las piernas y desde el suelo hipó: «¡No salgas, Juan Mari, que hoy te va a matar la ETA!». Él se acurrucó junto a ella en el suelo: «No me va a pasar nada, mi vida, y además no puedo quedarme en casa y demostrar mied…». Ella no le dejó acabar: «¡Que no, Juan Mari, que no! Que no merece la pena… Que al final ganan ellos. Que lo sé. Que llevo cuarenta y cinco años limpiando tu tumba y nadie se acuerda de ti».

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