Camino de las Cortes, las infantas iban solas en el Rolls-Royce real. Movían las manos con el giro de muñeca monárquico y espolvoreaban así su saludo indiscriminadamente a todos los presentes. Ser real es no poder negar el saludo a nadie. Era un público de Doña Manolita, grandes crédulos. Como son aun niñas, la muñeca se les cansaba y cada poco tiempo tenían que cambiar de mano. Leonor era paseada por Madrid como una Copa de Europa, aunque el fervor popular era menor. En ese coche, Leonor, bellísima y de blanco, parecía Lady Di camino del matadero y algo tenía de esponsales el evento: la princesa se casaba con… ¿con quién? ¿con qué? ¡Con el terrible Consenso!
A su lado, Sofía hacía de hermana consorte. Zapato plano para no destacar. Mirada de solidaridad y regocijo auxiliar. Un gesto congelado de «qué mona es». Hará de consorte hasta que llegue el príncipe.
Al llegar sonó el himno. Pero sonaba a charanga. Había algo apagado, como llovido, un exceso de percusión. Es una marcha que escuchamos quietos.
Eran unas esponsales y también una puesta de largo. La princesa ya puede ser reina porque jura la Constitución. La Princesa ya es mujer porque penetra en ella el Espíritu Constitucional. La ceremonia era también una comunión, una aceptación, en su ser, de los principios del 78, para nada inmutables.
La presidenta del Congreso, Armengol, lo dijo en su discurso. Un discurso que empezó con saludos en cuatro idiomas y dos géneros. «Nuestras instituciones se tienen que ir adaptando a las transformaciones». Y Leonor es presentada como transformadora, ella también joven-de-su-tiempo, incorporadora del zeitgeist de derechos humanos sucesivos, ecoambientalismo o ideología de género, todo lo que exija «un España plural, diversa y europea; moderna y en transformación».
La aceptación del Espíritu Constitucional por parte de Leonor se convierte en una ceremonia del mayor boato. Hay alabarderos, caballos, militares y un gran baldaquino que hacía de la entrada al Congreso una especie de altar. ¿Qué podía haber de sagrado ahí?
La ceremonia de Leonor servía a dos causas gubernamentales: la distracción (la exageración de normalidad con ‘vivas a España’ de opereta) y la idea de transformación. Vemos que D. Felipe va a ser un Rey de generación X. Una generación de paso, sin mucho significado, sin mucha personalidad, entre los tiburones boomer y los androides zeta. El 78 entiende la monarquía no tanto como continuidad histórica y tradición, sino como ocasión para la mutación. Es una monarquía para la Transición constante, inacabada e inacabable, en la aceptación cada cierto tiempo del Espíritu Constitucional que no es tanto el de la Ley como el de la Ley a la Ley. Por eso este acto quizás sea el fundamental del mundo institucional español, inaugurado por el abuelo de Leonor cuando juró los principios del Movimiento. Los principios son mutables, en constate transformación, y han de ser jurados en ceremonia espiritual por cada heredero, rey generacional o joven-de-su-tiempo.
Juró Leonor, y la-que-entre-todos-nos-dimos penetró en su ser velando de ligera tristeza sus bellos ojos azules.
Mientras, Pedro Sánchez luchaba contra el protocolo, que siempre es un traje que le estira. En el acto del Congreso se fue a sentar en una silla de la familia real y alguien se lo tuvo que impedir con una mirada. Esa mirada del encargado de protocolo ha sido quizás la gran resistencia institucional que ha encontrado estos meses.
En otro instante, cuando el Rey adelantó su paso para protagonizar el acto, Sánchez formó junto a la reina y las hijas como un padrastro, ¡siempre con ese aire de usurpador!
Después, en el Palacio Real, al recibir la enésima distinción, la heredera quedó en un salón lleno de retratos y pinturas, rodeada por su familia nuclear (tensa y organizativa la mirada de la Reina) y el cogollo del mundo institucional: Conde Pumpido, Herrero de Miñón, Bolaños, los expresidentes… Algo muy puro, muy blanco y muy rubio era rodeado por los vampiros rechonchos del Consenso bajo la mirada guasona de Carlos III.