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La Gaceta de la Iberosfera
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Enrique García-Máiquez (Murcia, pero Puerto de Santa María, 1969). Poeta, columnista y ensayista. Sus últimos libros son 'Verbigracia', (2022) poesía completa hasta la fecha; y 'Gracia de Cristo' (2023), un ensayo sobre el sentido del humor de Jesús en los Evangelios
Enrique García-Máiquez (Murcia, pero Puerto de Santa María, 1969). Poeta, columnista y ensayista. Sus últimos libros son 'Verbigracia', (2022) poesía completa hasta la fecha; y 'Gracia de Cristo' (2023), un ensayo sobre el sentido del humor de Jesús en los Evangelios

El mito y la moto

17 de abril de 2024

Han querido los astros que en los mismos días que he visto la extraordinaria película de José Luis López-Linares, Hispanoamérica, un canto de vida y esperanza, Macario Valpuesta haya presentado en Jerez su magnífico ensayo de Blas Infante, padre de la patria e hijo de su tiempo. No podrían encontrarse temáticas más dispares, unidas por un asunto central para ambas: el mito y sus poderes nucleares.

«Nucleares» porque, como en la energía, tienen una gran capacidad destructiva y, a la vez, una inmensa capacidad generativa, económica y ecológica. Dependen del uso que les dé la inteligencia. Los mitos, si se basan en la verdad, construyen. Si se levantan sobre la mentira, devastan.

En Hispanoamérica se coge el toro por los cuernos: la leyenda negra ha hundido a la Hispanidad en unas profundas contradicciones internas. En cambio, asumir la verdad de su origen, la bondad de su impulso fundacional isabelino y la belleza de sus logros le daría las oportunidades que en potencia tiene para actuar en el concierto internacional como un bloque geopolítico con voz propia.

A pequeña escala, a Andalucía le sucede otro tanto con el mito que representa Blas Infante. Su leyenda rosa incapacita a la región tanto como la leyenda negra a la Iberosfera. Por eso, el libro del profesor Macario Valpuesta es necesario. Con elegancia y rigor, sin hacer sangre ni contar mentiras, con respeto a un hombre profundamente equivocado que fue una víctima injusta en los primeros días de la Guerra Civil, desmonta una tras otra sus equivocaciones. Ni cegarse a los errores ni cebarse en el hombre es el mérito de Valpuesta, que tiene el pudor de imputar muchas de esas equivocaciones a un clima de la época. O mejor dicho, a otro mito peligroso en su ambivalencia: el regeneracionismo, que, con su patriotismo depresivo, produjo una desafección desesperanzada hacia España, que se volvió contra ella.

Algo nos impide mirar hacia otro lado: el aviso dramático de Spoon River, Euskadi, el poema de Jon Juaristi: «¿Te preguntas, viajero, por qué hemos muerto jóvenes,/ y por qué hemos matado tan estúpidamente?/ Nuestros padres mintieron: eso es todo». Los mitos, si son mentira, encierran una enorme carga de dolor y enfrentamiento. Hay que desmontarlos con el cuidado de un artificiero.

Valpuesta lo hace. Cuando nos quieren vender la moto de una unanimidad en el mito y el PP hace sus preceptivas ofrendas florales a Blas Infante en el día de Andalucía, se ve la necesidad de este libro. Valpuesa nos recuerda sus flirteos teóricos con la pena de muerte a los caciques o su incomprensión radical del flamenco o su odio a la tauromaquia o su inquina contra la Semana Santa o su insólita conversión al Islam, queriendo hacer del Corán el hecho diferencial andaluz. Ni siquiera su racismo desentona al lado del de Sabino Arana o de Prat de la Riba.

Ahora bien, ¿qué hacer con el busto de Infante que solitario y solemne preside la entrada al parlamento andaluz? Aquí permítanme hacer una propuesta imaginativa. Creo que destruirlo, siendo una víctima, y siendo un hombre, que, a su modo, amó su terruño, tuvo una noble sensibilidad por los más desfavorecidos y ha tenido su influencia política, sería caer en la obsesión iconoclasta de los otros. Yo —aprovechando que el parlamento andaluz es unicameral y que su ubicación en el Hospital de las Cinco Llagas es tan espaciosa— haría una cámara alta o altísima de bustos de prohombres y promujeres históricos que funcionasen como referente moral y reflejo de la variedad de Andalucía.

Sería precioso escoger a 109 figuras históricas, tantos como diputados regionales hay. Blas Infante podría ocupar su puesto allí junto a otros nombres de la historia. Catalina de Ribera y Mendoza tendría que tener su asiento, como fundadora del Hospital. Y Trajano. Y Séneca. Y Juan Ramón Jiménez. Y don Juan Valera. Y Jorge Manrique, que nos conviene que naciera en Segura de la Sierra. Y Cecilia Böhl de Faber. Etc. Sería un debate cultural precioso repartir los asientos que supusieran un referente moral o, al menos como Infante, histórico para Andalucía. Tendrían que ocupar sus puestos los hombres del descubrimiento de América y la forja de Hispanoamérica, para conectar con el otro gran hito, tan nuestro. En cambio, que Blas Infante ocupe el puesto solitario y de excepción en el Parlamento y en el mito es un disparate, esto es, un peligro.

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