Tiene su aquel que Ana Obregón fuera, por su hijo Alex Lequio, la que motivó el cambio legal para pixelar la cara de los niños y que décadas después esté provocando algo que muy probablemente acabe en algún retoque legislativo.
Porque el lío es fenomenal: es madre legal del hijo biológico de su hijo, abuela por tanto de un niño póstumo de padre y sin madre, pues no hay, que se sepa, pareja de Alejandro y sí una madre gestante, una ovulante, donante de óvulo y una supermadre o abuela, la propia Ana. Es curioso como la maternidad se descompone: una el vientre, otra el óvulo y otra la voluntad y potestad. ¿Cómo se come eso y cómo se inscribe? Las figuras legales también caen resecas, inservibles, superadas como carcasas viejas. El niño ha de ser inscrito pero es como si viniera del futuro.
El legislador persigue a Ana García Obregón como un paparazzi. Décadas nos estuvimos riendo de ella porque decía que era bióloga y vaya si lo era… Nos estaba avisando. Hay algo ochentero y almodovariano en el asunto que ha visto muy bien José Antonio Montano en un artículo, como si los ochenta también se resistieran a morir. Aunque ya todo es almodovariano, en la forma y, sobre todo, en el fondo. Lo almodovariano total será que la niña, pasados unos años, cuatro o cinco, no más, y bien pixelada gracias a la abuela, decida ser trans y haya que volver a inscribirla.
La realidad es almodovariana pero a la vez también se venga de lo almodovariano porque en esta comedia podría no haber ni una sola polla. Que todo fueran probetas fálicas y un fractal de madres: las madres fractales.
La vida se abre paso, dice mi admirado Montano. Es verdad. Es así siempre… salvo en la eutanasia, que entonces se abre paso la libertad. El gen egoísta del joven Lequio sobrevive, cuenta, salta de continente, penetra una mujer por vía técnica y contractual y produce la fecundación y en ello habla la especie, el darwinismo, la gran explicación actual de las cosas.
Pero por supuesto que sigue siendo una cuestión religiosa. La ansiedad por no tener descendencia es espiritual y religiosa. En cuanto el tic-tac del reloj biológico empieza a sonar como un acúfeno, lo que sentimos es una ansiedad muy grande. No por llegar solos a la vejez, que solos estaremos, sino por trascender. Es un pensamiento contra la muerte. Montano la llama, muy cuco, ‘trascendencia inmanente’ porque no aparece Dios por ningún sitio. No hay nada vertical, pero eso no quiere decir que no sea religioso.
No es tanto la vida la que se abre paso como la idea de perdurar y trascender, de seguir aquí-allí, de seguir vivos de alguna forma estando muertos, comunicando vida y muerte. Religión, religare: atar dos planos fuertemente, una vida con otra y, así, lo vivo y lo muerto. La religiosidad que queda es la paternidad. La puericultura será lo que quede como ritual religioso, y allí, entre cuñas y pañales, en incubadoras e invernaderos, kindergartens literales, se refugiarán las figuras del niño Jesús, la Virgen y del instrumental San José.
La ansiedad por la paternidad parece más bien un asunto religioso, decidido una vez llega el otoño de la vida. No es tanto un «perpetuarse», como un mantenerse. No es la procreación sexual, joven y fértil de la juventud, vida rebosante haciendo vida, sino una gestación espiritual, melancólica, final, llena de miedo, que pretende evitar llegar sin nada ante la muerte. No son niños sexuales sino espirituales. Y pronto, ya, tecno-espirituales.
Nuestra religiosidad más extendida ahora es esa: tener un hijo, y la vida no es solo la vida biológica rizando el rizo legal por seguir, sino La Vida en mayúsculas, que es como se habla ahora, por ejemplo en Instagram. Manda La Vida. Qué bonita la Vida, pero qué puta también. La Vida como una especie de divinidad. Ya no hay un Dios al que se le hable o pida o disponga, no hay una verticalidad (solo en el fútbol, donde siguen mirando al cielo si marcan), sino una religiosidad horizontal, insular. La Vida, que lo es todo, es una isla rodeada de nada. El nihilismo es total y lo anega todo salvo lo urgentemente material (las pasiones almodovarianas), el islote innegable, lo inmanente evidente y eso es La Vida, por la que estamos «de paso». La Vida es una, nos dicen las influencers, intérpretes de nuestra espiritualidad. Ellas hablan desde un púlpito de autoridad porque al tener más followers y más likes tienen más ‘Vida’. Saben mejor de lo que hablan.
La Vida, por supuesto, hay que disfrutarla y surge un intenso deseo de paternidad crepuscular, al final. No necesariamente familiar. El niño será de uno, como encarnación superadora del miedo, depósito religioso. El niño no se tiene tanto para vivir como para no morir. Es un niño que se tiene tarde y como sea. Niño tardío, salvoconducto metafísico, niño viático.