Hace unos pocos años, algunos sosteníamos que la política en Occidente estaba cambiando y que el viejo paradigma «derecha/izquierda» iba a ser sustituido por otro nuevo sobre los conceptos «globalismo/soberanismo». Las elecciones de este fin de semana en Polonia, Portugal y Rumanía han venido a confirmar la tesis, ya ampliamente demostrada en Alemania, Francia u Holanda. Lo de «derecha» e «izquierda» se acabó. Son términos que ya no sirven para entender lo que pasa. Entramos en una fase nueva.
El uso de la palabra «paradigma» siempre es problemático, primero porque suena un tanto pedante y después porque caben demasiadas cosas dentro, pero en este caso es bastante adecuado: un paradigma, por decirlo en dos palabras, es un modelo que normalmente se acepta sin poner en cuestión sus términos porque resulta útil para explicar eficazmente una realidad. Así, en el campo de la política occidental, había una derecha y una izquierda fácilmente distinguibles, que encarnaban no sólo políticas concretas sino, más ampliamente, modelos de sociedad contrapuestos y hasta un universo de principios donde el ciudadano se podía reconocer. Todo eso empezó a cambiar a finales del siglo pasado, cuando el colapso del mundo soviético mostró la insensatez de las políticas de la izquierda real mientras, al mismo tiempo, la derecha empezaba a adoptar las temáticas propias de la izquierda ideal. Por otra parte, el ejercicio del poder material, es decir, las políticas concretas que los gobiernos adoptan, se iba transformando a medida que avanzaba el proceso de globalización y se hacía cada vez más dependiente de la estructura financiera transnacional y de los dictados de las organizaciones supranacionales. Fue cuando todo el mundo empezó a reivindicar el «centro» (es el proceso que dibujé en En busca de la derecha (perdida), ed. Áltera, 2010). A efectos prácticos, cada vez menos cosas distinguían a la izquierda y a la derecha en las sociedades desarrolladas, más allá de una retórica necesaria para convencer a la gente de que el viejo modelo, el viejo paradigma, seguía vivo.
Por el camino, sin embargo, el mismo proceso histórico empezaba a dibujar grietas nuevas. La globalización traía consigo una desnacionalización que forzosamente avivaba el deseo de identidad (en todos los órdenes: cultural, religioso, político), porque uno necesita saber en qué casa habita. La revolución económica inscrita en los procesos simultáneos de digitalización, transformación energética e imperio de la economía financiera aumentaba el número de los despojados, de los que se sentían expulsados de su propia sociedad. Ese sentimiento se ha visto particularmente acentuado por la inmigración masiva promovida por el poder económico, porque ha terminado multiplicando la sensación de pérdida, de no ser ya propietario de tu propio entorno. Con todo eso aparecía una sociedad distinta, con expectativas (y frustraciones) nuevas, que ya no cabía en el viejo modelo. El paradigma derecha/izquierda podía seguir siendo operativo en el centro del sistema, en el mundo oficial del poder y sus discursos (los políticos, los medios, etc.), pero ya no valía para la periferia, es decir, en esa región donde habían ido a parar todos los excluidos de la globalización. Periferia, por otro lado, que crecía sin cesar, porque el sistema ya no conoce otro objetivo que su propio funcionamiento y se ha desembarazado de cualquier preocupación por eso que un día se llamó «bien común».
Lo que hoy estamos viviendo es la plena conformación política de esa periferia. El soberanismo, es decir, la reivindicación de devolver a las soberanías nacionales los espacios de decisión, es la respuesta natural a unas políticas globalistas que ya no son propiamente políticas, porque prescinden de su polis real, material, y que se ejercen de forma cada vez menos democrática, porque ya no se reconocen en un demos concreto. Que la respuesta soberanista haya arraigado más en lo que un día fue derecha que en lo que un día fue izquierda es enteramente natural: la derecha es, por definición, el gusto por lo que permanece, y a lo que permanece es a lo que uno se aferra cuando se ve arrastrado por la corriente. Pero esa posición en el viejo arco es meramente coyuntural y pasajera. Por lo mismo, es lógico que tanto la derecha como la izquierda oficiales, las del viejo sistema, se coaliguen contra él, porque el soberanismo no es susceptible de disolverse en el antiguo paradigma, sino que expresa el nacimiento de un paradigma nuevo.
Hoy las opciones soberanistas, en Europa, representan entre un tercio y un cuarto del electorado. Sin duda pronto sumaran más, porque el sistema es esencialmente incapaz de rectificar: los problemas que genera (la depauperación de las clases medias, el vaciado de los campos, el desmantelamiento de las identidades nacionales, etc.) no son, en su perspectiva, propiamente problemas, sino la condición misma para el despliegue de su poder. El sistema no puede pactar con el soberanismo: necesita aniquilarlo. Por eso el conflicto irá a más. Esto no ha hecho más que empezar.