Es posible que decir la verdad esté sobrevalorado. Estoy seguro de que, como a mí, te tiemblan las piernas cuando alguien se acerca y dice: “voy a ser muy sincero contigo”, cuya traducción literal al castellano viejo sería “voy a dar rienda suelta al energúmeno que llevo dentro”. Arrugo ostensiblemente la nariz también cuando escucho a algún sujeto reconocer eso de “a ti no te voy a mentir”, que puede leerse como “soy un mentiroso compulsivo, pero, oh casualidad, haré una excepción contigo”. Y detrás de cada tipo que dice “yo soy de lo que digo las cosas a la cara” lo que hay, en el bendito idioma de Cervantes, es un “soy un perfecto hideputa”. Quizá por eso, con sabio criterio, las buenas maneras recomiendan una práctica muy saludable para la vida social, la paz, y la caridad: no es necesario decir la verdad todo el rato a todo el mundo. Es muy delgada la frontera entre un tipo sincero y un charlatán gilipollas.
Son conocidas otras situaciones en las que la mentira, o la ocultación de la verdad, se convierten en recursos indispensables. En lo escatológico, ninguna sinceridad puede ser aceptada, salvo cuando nos encontramos en un debate sobre las divinas postrimerías, y aún en esas, conviene omitir siempre, incluso a costa de derramamiento de sangre, que uno va o viene de mear, o cualquier otra cosa que se haga con la junta del propio canalón; mear es además una cochinada de verbo, incluso desde el punto de vista fonético.
Por lo general, no es obligatorio insistir en lo evidente: ni el feo ni el gordo necesitan que vayamos dando fe pública de su horrible u oronda condición, por cuanto nuestra insistencia no cambiará la naturaleza de las cosas y en cambio sí violentará injustamente al muchacho, buen conocedor de que Dios hizo, afortunadamente, un reparto desigual de los genes.
No es conveniente tampoco mentar la soga en casa del ahorcado, salvo que éste todavía sea capaz de dar los buenos días a las visitas agitando la manita; Dios no penará nuestra insinceridad si en casa ajena decimos que está muy rica una comida que podría provocar arcadas a una cucaracha; y como norma debemos aplaudir cualquier dibujo espantoso que nos enseñe un artista amateur, especialmente si ha logrado pintarlo después de perder las dos manos en misión de guerra.
Profanando nuestra maravillosa herencia literaria, los telediarios suelen blanquear ciertas mendacidades señalando que son cosas “de la picaresca” nacional
Con todo, no hay muchas excepciones al bien absoluto de la verdad, y en todos los demás casos la mentira convierte al emisor en un tipo repugnante, causante de males mayores y desatador de las peores vergüenzas. A menudo, la salud moral de una sociedad puede medirse también por el rechazo o la indiferencia que generan las trolas. En un país corrompido, una sonrisa socarrona acompaña las noticias sobre embusteros. Profanando nuestra maravillosa herencia literaria, los telediarios suelen blanquear ciertas mendacidades señalando que son cosas “de la picaresca” nacional, como si tuviera algo que ver robar vacunas a los ancianitos con las andanzas del buscón Don Pablos o con las desventuras del Lazarillo. Así, con enorme injusticia, ha solidificado en nuestra tierra una vinculación diabólica entre mentira e inteligencia, y entre el engañado y el tonto, como si saber dar gato por liebre fuera algo más que una muestra de cobardía, y como si la mayor parte de los que son engañados fueran idiotas por apostar por la confianza en el prójimo.
No todos los mentirosos son iguales. Al ladronzuelo que miente que ya ha pagado el café, no se le puede comparar con que el responsable del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias diga que no es arriesgado acudir a una manifestación multitudinaria en una pandemia. Aquel Simón y este Illa llevan un año mintiendo, casi por vicio, casi sin necesidad, casi por el placer de engañar; y uno de ellos hasta expone sus falsedades como reclamo de voto en Cataluña, lo que demuestra que además de patrañeros se saben impunes. La hemeroteca es testigo de la ringlera de invenciones e inexactitudes que, con sus rostros de bufón y de marisabidillo respectivamente, han difundido en estos meses, poniendo en riesgo a todos. Siempre hay quien está dispuesto a defender que no se trata de mentirosos sino de incompetentes, pero incluso un reloj averiado acierta dos veces cada jornada, y en su caso no ha habido un solo día en el que no hayan dado entre setenta y ochenta campanadas en cada señal horaria.
Pero al fin, como sugieren los clásicos, en todo camino hacia la depravación moral, solo hay algo peor que el mal hecho y es la mala costumbre
Caen sin embargo sus mentiras en el inmenso saco de trolas de un Gobierno alérgico a la verdad, y eso parece diluirlas. Que el propio presidente es tan falso que tal vez hasta se llame en realidad Juanita Fernández, sea nacido en Ceuta, tenga 12 años, y descienda de una ameba. Pero al fin, como sugieren los clásicos, en todo camino hacia la depravación moral, solo hay algo peor que el mal hecho y es la mala costumbre. Por eso, solo hay algo peor que las mentiras del Gobierno, y es que los españoles nos estemos acostumbrando a ellas. Que además tienen todos estos falsarios ese horrible aspecto de ser de los que, cuando van o vienen del baño, comunican a todos que han atravesado una perentoria necesidad de “mear”, contando incluso con los deditos las horas de durísima abstinencia, en la que tal vez sea su única verdad, y también la única que nadie deseaba conocer. Mienten siempre, sospecho, salvo cuando sienten la llamada de la naturaleza.