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La Gaceta de la Iberosfera
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Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) es escritor. Ha sido en dos ocasiones Premio Nacional de Literatura. Ha ganado el Planeta, el Fernando Lara y el Ondas. Como periodista de prensa, radio y televisión ha hecho de todo en medio mundo. Ha sido profesor de Lengua, Literatura e Historia en trece universidades de Europa, Asia y África. Sigue en la brecha.
Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) es escritor. Ha sido en dos ocasiones Premio Nacional de Literatura. Ha ganado el Planeta, el Fernando Lara y el Ondas. Como periodista de prensa, radio y televisión ha hecho de todo en medio mundo. Ha sido profesor de Lengua, Literatura e Historia en trece universidades de Europa, Asia y África. Sigue en la brecha.

El peor lugar del mundo

4 de octubre de 2021

El domingo por la noche infringí mi costumbre de no encender la tele y vi la entrevista que Évole celebró (es un decir) con Iván Redondo, el hombre que, según él, estuvo en el mejor lugar del mundo y luego, motu proprio (o eso asegura), regresó a las tinieblas exteriores. 

Digo que vi la entrevista y no que la escuché, porque escuchar, lo que se dice escuchar, se convirtió en una tarea irrealizable. Fue un tostonazo. Era no ya difícil, sino imposible, mantener la atención. El entrevistado no dijo nada: vaguedades, abstracciones, cotufas, pelusillas, globitos de chicle hinchable, vilanos, musarañas, bombas de humo para irse de rositas… Pasó por las preguntas de Évole, que se referían a pormenores de insignificantes anécdotas palaciegas olvidadas ya por el común de los mortales y parecidas al rayo de sol por el cristal que según los Evangelios embarazó a María sin romperla ni mancharla.

Y, efectivamente, el señor Redondo salió del trance tan impoluto, relamido, laqueado, maquillado y niquelado como se había metido en él. Évole, que me divertía más cuando sólo era un follonero, cayó en la trampa en la que suelen caer los politólogos con te de tontainas y los tertuliasnos con ese de asnalidad: la de dar por hecho que las menudencias  de la res pública interesan al uomo qualunque ‒ese mamut disecado que acomoda sus posaderas en el sofá para ver la tele‒ y se graban en las neuronas de los pocos seres sobrehumanos que todavía las conservan.

Iván Redondo demostró que es un don nadie, un maniquí, una vejiga de bufón al servicio del poder, de cualquier poder

¡Pero hombre de Dios, diablillo Évole! Si las banalidades de la política se desvanecen en cuestión de minutos y la vida, que es otra cosa, sigue, y sigue, y sigue, y todo lo recubre, todo lo restaña, todo lo reanuda… 

Iván Redondo demostró que es un don nadie, un maniquí, una vejiga de bufón al servicio del poder, de cualquier poder, incluso del que momentáneamente ejerce esa fatua pompa de jabón a la que él durante tres años ha servido, pero no es a tal evidencia a la que hoy quería llegar con mi columna, sino al disparate, sumamente revelador de su estulticia, de pensar, como él lo piensa, que la Moncloa y, en ella, una petulante oficina repleta de zampabollos postulantes ‒o sea: de asesores‒ y de herramientas de espionaje son nada menos que el mejor lugar del mundo. Yo, más bien, pensaba que el lugar descrito es, si no el peor, uno de los peores, pero ahora, después de haber vuelto a Madrid tras el bucólico paréntesis de un verano rural, y de haber salido por mi barrio, que es el de Malasaña, y de haber visitado, por sinrazones de fuerza mayor, otros parajes de lo que fuese hospitalario y pintoresco poblachón manchego, y de haber visto en lo que se convertido, pienso que la ciudad en la que nací y en la que ojalá no viviese, es el peor lugar del mundo, diga lo que diga Isabel Díaz Ayuso y a pesar de la brillante gestión económica y sanitaria del gobierno que, gracias al patriotismo y la decencia moral de Vox, preside, y que no discuto.

¿De Madrid al cielo? No, no, mi querida Isabel. Eso sucedía, si acaso, en la ciudad donde nací cuando aún era poblachón manchego. El Madrid de hoy, en el que todo está lleno de gente, de colas, de inmigrantes ilegales, de turistas papanatas, de obesidad, de coches, de bicis, de patinetes, de ruido, de apreturas, de chabacanería, de terrazas invasoras, de pizzerías, de hamburgueserías, de bullipolleces, de figones de fusión, de churros congelados, de golosinas de oreo, de vehículos policiales que rasgan el silencio con sus antipáticas sirenas, de botellones achimpanzados, de bares en los que se rinde culto a la cerveza de lata y a las croquetas congeladas, de restaurantes con turnos de hora y media, de carnicerías veganas, de…

Ese Madrid es un infierno. Y lo peor no es que lo sea, sino que también, seguramente, lo son ya todas las  ciudades del planeta. ¿A do fuir? ¿Y si el peor lugar del mundo fuese el mundo?

Ahí es adónde quería llegar… O mejor dicho: a no llegar.

¡Socorro!

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