España y Argentina se parecen hasta en el perfil de periodismo que tienen ambos países. Dando por probado con solo escucharlos o leerlos que el 99% de ellos son ideológicamente de izquierdas y que sus matices son solo de intensidad, resulta interesante describir los tics adoptados por estos «influencers» de la opinión pública.
La velocidad con que en la actualidad se consumen las noticias conspira contra la calidad. Los medios de comunicación privilegian la primicia a la verdad porque, por lo general, la búsqueda de la verdad implica tiempo y una dedicación que la fugacidad de las redes sociales no valora. El público lee por encima títulos y descarta los temas a golpe de un click; pasa al siguiente, que también deja atrás sin terminar de masticar y así sucesivamente se arma la cadena de consumo masivo y fugaz, se trate de algo superficial o de temas sustanciales.
El acceso a la libertad de informarse está contemplado en las constituciones de ambos países, pero hay algo más allá que la letra de la ley. El intermediario es el que las sociedades cuestionan.
Cuando en mayo de 2011 el llamado movimiento de «los indignados» ocupó las calles de Madrid no sólo se denunciaban la fallas de la democracia en España, sino también se señaló a los medios de no responsabilizar a las élites políticas y económicas de los padecimientos de los ciudadanos, un reclamo que en la Argentina la sociedad podría hacer suyo sin dificultad. Ya entonces estaba claro para el gran público que ese grupo de voceros mediáticos representaba intereses corporativos; sus intereses corporativos.
Un informe de Reuters Digital News daba cuenta por esos años de que los medios de comunicación españoles tenían la credibilidad más baja de Europa. Este es el punto central del entramado. Los políticos de izquierdas pretenden solucionar cualquier distorsión con regulaciones, mecanismo que no ha servido en ninguna democracia del mundo. Para que la percepción del público cambie tienen que modificarse las conductas de los actores de la comunicación más que las leyes, y eso es lo que no ocurre.
La consecuencia, de un lado y del otro del Atlántico, es la pérdida de credibilidad de los periodistas. Tampoco colabora en mejorarla la fuerte sospecha de favoritismo en el uso que dan los distintos gobiernos, sea el nacional o los autonómicos, a la publicidad institucional o a la concesión de licencias. Eso mismo y la concentración de medios en pocas manos es una circunstancia que la Argentina arrastra hace décadas.
Si nos enfocamos en el primer problema, lo que en la Argentina se denomina la «pauta oficial» altera todas las ecuaciones de libertad e independencia. ¿Cómo? El gobierno nacional y las administraciones provinciales invierten muchísimo en los medios de comunicación y es una costumbre que, lamentablemente, no reconoce color político. Lo hacen todos. Todos están dispuestos a gastar el dinero de los contribuyentes en propaganda partidaria.
Luego se preguntan el porqué de la desconfianza general. Sumado a eso, hay un marcado sesgo izquierdista transversal que cruza prácticamente todos los medios de comunicación, en su línea editorial y en sus voceros. Se creen más importantes que el entrevistado. Preguntan opinando y se indignan ante el disenso porque, en el fondo, ellos ya tienen las respuestas a sus preguntas. No les interesa que el entrevistado exponga sus principios y que el oyente o el espectador se informen; quieren que todos piensen como ellos. En la Argentina se los denomina operadores políticos porque utilizan el oficio de periodista para instalar conceptos más que para informar.
En la Argentina solo hay algunos menos woke que el resto pero librepensadores, ninguno, porque ha sido tan catequizada desde la vuelta a la democracia en adelante que hay temas en los que no se puede disentir. La Agenda 2030 ha ganado las redacciones y la cultura de la cancelación viene dando frutos; por eso, cuando se lee que en España el candidato Santiago Abascal no es invitado a debates o a programas de televisión, nos alarma, pero no nos sorprende.
La demonización de personas y de ideas es una práctica cotidiana del periodismo argentino que, lejos de informar con el objetivo de incentivar el pensamiento crítico y el intercambio de ideas, opina y toma partido. En España no es muy diferente.
Ese periodismo que elige qué o a quién visibilizar o invisibilizar es una rémora del autoritarismo que, en términos políticos, en el mundo occidental es parte del pasado. Ese periodismo impone llamar femicidio al asesinato de una mujer otorgándole una gravedad superior a esa muerte por sobre cualquier otra, acusa a quien se declara en desacuerdo con los rangos artificiales impuestos a la vida y señala a aquel que entiende que un ser humano es un ser humano y que si es hombre o mujer, rubio o morocho, madrileño o italiano no cambia nada. Ese periodismo hiper-ideologizado es genéticamente intolerante, y un auténtico perjuicio para el sistema político porque la independencia, la objetividad y la libertad no marcan su agenda; su agenda impone y descarta temas y personas al tiempo que se adueña de las banderas de la ética. Son lo políticamente correcto y, desde una superioridad moral ficticia, aprueba o cancela. Este accionar tiene poco de informativo.
Cuando la corporación periodística percibe la proximidad de una contienda electoral se le encienden todas las alertas y sus protagonistas se ponen particularmente hiperactivos. Es el tiempo de verlos actuar sin disimulo. Tanto argentinos como españoles estamos en tiempos electorales.
Aprovechemos: esta vez no es el rey quien está desnudo.