A través de los siglos, quizá la gran pregunta española fundamental es: ¿cómo nos defendemos de esto? La otra es: ¿a qué hora es el partido? Son las dos tensiones históricas de una España que tiene alma de fiesta, paella, y goles, y que ve la democracia y el circo político como un mal necesario, para evitar tener que ir pegando tiros por ahí, que tiene la incómoda contrapartida de que a veces también te los pegan a ti, lo que dificulta la posibilidad de salir de copas el sábado e ir al fútbol el domingo.
El español medio asiste con media sonrisa a la danza del síndrome de abstinencia del poderómano, ese adicto al poder que es Sánchez, mordiéndose sus propias mandíbulas ante la belleza y el esplendor de la princesa Leonor y los Reyes, en el día de la consolidación de una institución felizmente renovada, pensando que, peor que ser malo o traidor, es ser un grosero. No hay grosería más grande que la del tipo que abraza de la noche a la mañana las riquezas y los poderes como si le fuera la vida en ello, y que ya no es capaz de soltarlo, ni de contener la ambición, ni en lo pequeño, que todos nos hemos congraciado con ese hombre de protocolo que mira al cogote de Sánchez con la fijeza del que lo conoce demasiado bien, del que sabe que intentará sentarse en el trono real que no le corresponde, que en sus ojos toda España leyó eso de «¡Hep! ¿Pero a dónde vas, Caifás? Tira, tira, para allá». Tras dar la vuelta al mundo ese clip, y aprovechando el Día de Fieles Difuntos, ruego una oración por el alma del hombre de protocolo, al que ahora mismo el poderómano estará intentando arruinar la vida. Porque él es así.
Volviendo al inicio, al cómo defendernos de esto, quizá debemos mirar atrás. La principal preocupación de los artífices de la Transición y los padres de la Constitución fue lo inmediato, evitar una división de España entre dos grandes mayorías enfrentadas. Quizá por eso en todo momento se tomó el riesgo de las minorías como un juego de niños, el encaje de piezas secundario en medio de la gran amenaza. Por desgracia, tras el abrazo de las dos grandes mayorías, aquellos hombres dieron por supuesta la buena fe de las generaciones políticas futuras, y subestimaron tontamente el riesgo de las minorías. Pero no hay ni rastro de buena fe en el PSOE de Zapatero, el único que existe desde ya antes del 11-M, que no olvidemos que el menudeo con las minorías traficantes de odio comenzó con el «No a la guerra» y el Prestige, donde los socialistas se mancharon el alma de chapapote y la estela negra de su inmoralidad llega hasta nuestros días.
Es triste admitir que la historia de la democracia española, siempre celebrada con una suerte de adoración religiosa, es la historia de un fracaso: el de las mayorías secuestradas por las minorías. Alguien tan descreído de las bondades del sistema, y de la naturaleza humana en general, como H. L. Mencken, dejó escrito que «la democracia es una creencia patética en la sabiduría colectiva de la ignorancia individual». Yo, que no sobreestimo ni la eficacia de la democracia ni la inteligencia de la masa, tengo para mí que es aún mayor el riesgo de un sistema que sobredimensiona el capricho lunático de una minoría sobre la voluntad mayoritaria; que, a fin de cuentas, si el aspirante a rey republicano de La Moncloa tuviera el valor de convocar un referéndum nacional sobre el tipo que lleva una fregona en la cabeza, no hay duda alguna de que la amnistía sería derrotada.
Quienes diseñaron el sistema creyeron posible que emergiera en el poder un loco, un poderómano, pero no que un grupo relevante de diputados pudiera plegarse a su locura sin enseñarle la puerta de salida. Eran otros tiempos, tal vez. Tampoco pudieron prever que ese loco, respaldado por una de las dos Españas, vendiera a toda la nación a una minoría exaltada, en este caso, una minoría choricera, violenta, e inmoral.
Bajo esta retorcida carambola de la historia, de los errores de ayer a los complejos de hoy, encontramos escasísimas las respuestas a cómo defendernos de esto. Poco puedes esperar del poder judicial corrompido y cuidadosamente diseñado por el propio poderómano para su próxima dosis de poder, y nada de la media España progresista, al tiempo que el adicto al sofá de La Moncloa nos sitúa en la peligrosa tesitura de ser una mayoría humillada, pisoteada, escupida, saqueada, y ultrajada, pero con las manos atadas. Cuando todo parece señalarnos el camino de la desesperanza, abres los libros de Historia de España y te invade de pronto una extraordinaria sensación de sosiego, y hasta se te dibuja una media sonrisa en la cara. Tarde o temprano, el poderómano se arrepentirá de no haber ingresado en una clínica de desintoxicación del poder.