«Ser es defenderse», RAMIRO DE MAEZTU
La Gaceta de la Iberosfera
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Cieza, 1969. Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Ha escrito en diversos medios digitales y colaborado en el podcast cultural 'La caverna de Platón'. También escribe reseñas literarias para 'Librosobrelibro'. Es autor de dos libros de aforismos: 'Fragmentos' (Sindéresis, 2017) y 'Contramundo' (Homo Legens, 2020). Su último libro publicado hasta la fecha es 'El equilibrio de las cosas y otros relatos' (Ediciones Monóculo, 2022).
Cieza, 1969. Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Ha escrito en diversos medios digitales y colaborado en el podcast cultural 'La caverna de Platón'. También escribe reseñas literarias para 'Librosobrelibro'. Es autor de dos libros de aforismos: 'Fragmentos' (Sindéresis, 2017) y 'Contramundo' (Homo Legens, 2020). Su último libro publicado hasta la fecha es 'El equilibrio de las cosas y otros relatos' (Ediciones Monóculo, 2022).

El rostro de tu hijo mientras duerme

2 de junio de 2023

Sucede cuando ya está entrada la noche, en ese momento en que la casa se ha quedado sumida en una quietud que tiene un punto de extrañeza y desamparo, suspendida en la atónita impresión de vacío que desprenden los lugares donde poco antes todo era bullicio y movimiento. Ahora sólo quedas tú para acabar de ordenar las cosas y apagar las últimas luces. Estás cansado. Como fogonazos intempestivos, a tu mente acuden retazos del día, fragmentos de conversaciones y secuencias de imágenes rotas, insignificantes en sí mismas, y ya sólo confías en que al cabo de unos minutos el sueño las disipe. Casi todo es así. Casi todo, si te paras a pensarlo un poco, está recubierto por esa misma pátina de banalidad y de intrascendencia, de ruido y ceniza. Y sin embargo, notas su peso, al final de cada día, el peso paradójico de esa materia tan leve que has ido acumulando en algún recoveco de la memoria, a lo largo de la jornada, y que tanto te gustaría ser capaz de extirpar ahora mismo.

Ese pequeño lastre va contigo mientras te adentras por el pasillo, camino de tu cuarto. Pero todavía demoras unos minutos el momento de meterte en la cama. Antes haces algo que ya has hecho otras veces: te detienes ante la puerta de la habitación de tu hijo. Nunca la cierra del todo, de manera que te basta empujarla con suavidad y una cuña de luz procedente del pasillo penetra en la oscuridad de la estancia. Cuando accedes a ella lo haces manteniendo ese sigilo reverencial que adoptamos al ingresar en los espacios donde intuimos que palpita lo sagrado. Tememos interrumpir el flujo de una experiencia que acontece más allá del mundo de las evidencias físicas, a un nivel de percepción al que todavía tardamos un poco en acostumbrarnos.

Contemplar a alguien mientras duerme, alguien que comparte su vida con nosotros, supone un acto equivalente al de asomarse a la boca de un misterio. Siente uno como si el sueño alejara a esa persona de nosotros y la situara al otro lado de un límite profundo. La cercanía cotidiana que se alimenta de las miradas y los gestos, de la familiar modulación de las voces, ha quedado en suspenso. El que duerme y el que vela pertenecen ahora a dos ámbitos distintos, se sitúan en dos orillas de la realidad entre las que se ha interrumpido toda forma de comunicación, y pese a ese radical extrañamiento, quien observa al durmiente sabe que cometería un acto muy cercano a la profanación si, en ausencia de una causa que lo justifique, se decidiera a interrumpir su descanso y traerla de regreso a nuestro mundo.

Sucede, para agravar la impresión de misterio, que el vínculo entre el sueño y la muerte es demasiado obvio como para pasarlo por alto. Hasta cierto punto, dormir es aventurarse por los aledaños de la muerte. Vencidos por el cansancio, mente y cuerpo renuncian cada noche a la vida consciente, se sitúan en algún punto fuera del alcance de la voluntad y esperan —pero no saben que lo esperan— que el amanecer les depare el don de una vida recobrada. Por lo demás, hay un ápice de inquietud insinuándose en la contemplación del ser amado mientras duerme; la inquietud de saber que, en última instancia, la corriente de la vida fluye en una sola dirección, independiente de nuestros deseos más hondos, ajena a la perseverancia de un amor que aspira a mantener intacto su objeto más allá del tiempo y sus estragos.

Pero en el rostro de tu hijo no asoma por ahora ninguna sombra de presagios. No hay —no puede haberlas todavía— huellas de la usura de los años, ni una sola de las cicatrices que deja impresas en los adultos el caudal de experiencias que cincela cada semblante. Casi toda su historia está aún por escribirse, y la que ya se ha escrito no arroja de momento otro saldo que el de una suave fricción con los afanes propios de un niño, sus deslumbramientos silenciosos, su universo de asombros y temores cotidianos. No hay pájaros sombríos aleteando a su alrededor, sólo este rostro que ahora miras, un tanto maravillado, sintiendo cómo tu pecho se llena de una paz que quizá se te antoje breve, pero que al menos te conforta y te prepara para el comienzo de una nueva travesía de la noche.

En el rostro de tu hijo se condensa la cifra de todo lo que está bien en el mundo. El estrépito de las voces agoreras, los delirios que abogan por la extinción de lo humano a fin —dicen— de preservar la salud del planeta no son más que una sarta de manipulaciones soeces, lo comprendes al instante, una convulsión de terrores sin otro propósito que sofocar la alegría y la gratitud con que deberíamos corresponder al despliegue de los prodigios que nos rodean.

Antes de salir de su cuarto te inclinas sobre tu hijo y le acomodas el embozo de la sábana. Al hacerlo, percibes la cadencia tibia de su respiración, esa mínima delicadeza sibilante. No crees que exista un milagro que pueda compararse a eso. También sabes que no podrás retener este momento y que el precio que debes pagar por ello es experimentar, durante un breve lapso, una punzada de tristeza que te estremece. No importa. Es un tributo bien escaso para lo que obtienes en compensación: el sustento de una fe que no decae; la seguridad de que toda la aspereza del mundo no puede nada contra el rostro de tu hijo mientras duerme.

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