A medida que Pedro Sánchez intensifica su perfil de tirano posmoderno, gana urgencia la pregunta acerca de sus fieles. Porque, en efecto, Sánchez tiene sus fieles. Nunca han sido mayoría, pero siempre ha habido un nutrido grupo de españoles dispuesto a secundar al líder hasta donde haga falta. En su firme determinación no hace mella la mentira, la traición, la contradicción ni la incompetencia. Da lo mismo que mienta a plena luz sobre sus propósitos, que pacte con una gente que hasta hace poco mataba (también mataba socialistas), que venda literalmente el país a un grupo supremacista condenado por la justicia, que anuncie la solemne consagración de la desigualdad como norma de organización territorial o que los casos de corrupción le salpiquen hasta la altura de las ingles. Todo eso no importa. Lo que importa es que el presidente «está buenísimo», como proclamó con insuperable estulticia cierto diputado madrileño de nombre irrelevante. Pero nos engañaríamos si pensáramos que los fieles del Supremo son sólo los necios (porque necios, ciertamente, los hay en todas partes). Por el contrario, entre los más vehementes sanchistas encuentra alguna gente de formación razonable y no poco mérito personal. ¿Qué lleva a alguien así a cerrar los ojos a la evidencia?
La respuesta es narrativa. La izquierda ha construido (no sólo en España, pero muy palpablemente aquí) una especie de burbuja narrativa impermeable, ajena a cualquier comunicación con el exterior, que se alimenta a sí misma y en cuyo interior no penetra la luz. En realidad esto es un signo de los tiempos. Por sintetizarlo, digamos que la izquierda española ha encontrado la forma de construir un mundo narrativo autónomo lo suficientemente potente como para que ni siquiera la evidencia más deslumbrante pueda conmoverlo. Hagamos un poco de filosofía (en zapatillas). Lyotard explicó en La condición posmoderna (1979) que lo que caracteriza a la posmodernidad es el naufragio de los «grandes relatos» que habían movilizado al mundo moderno: la libertad, la democracia, la igualdad, el socialismo (también la raza o el Estado)… Todo eso se disuelve bajo una poderosa impresión de descrédito y, bien, sí, son conceptos que aún pueden tener valor retórico, pero ya nadie va a dar la vida por ellos como en el siglo XIX o en la primera mitad del XX. En realidad, el único «gran relato» que parece haber sobrevivido es el antifascismo (en versión española, el antifranquismo), pero los relatos «anti» tienen el inconveniente de que, para sobrevivir, necesitan la existencia de aquello a lo que se oponen, y si esto desaparece, entonces el discurso entero termina siendo algo fantasmal. Y si los «grandes relatos» han naufragado, ¿cómo se sostiene el orden? Se sostiene sobre la proliferación de microrrelatos, es decir, narrativas de menor alcance. Por ejemplo, el feminismo, la lucha LGTB, la «racialización», el cambio climático, etc. Son narrativas de menor alcance porque su sujeto no es el conjunto de la sociedad, sino sectores concretos en cuya movilización —reivindicativa— se hace descansar el motor del cambio histórico (nada menos).
Es sabido que la reflexión de la izquierda, sobre todo a partir del hundimiento del socialismo real, ha querido ver en estas «micro reivindicaciones» un eficaz sucedáneo de la vieja lucha de clases. El antiguo sujeto revolucionario, el proletariado, se metamorfosea en una pluralidad de sujetos diversos. La cultura llamada «woke» es la plasmación activista de todo eso. Es sabido también que el capitalismo actual, lejos de verse amenazado por estos microrrelatos, los ha asumido, digerido y metabolizado, porque en realidad no ponen en peligro —más bien al contrario— las relaciones de producción. Aún más: en la medida en que los microrrelatos prometen la emancipación individual de los colectivos protagonistas, el tipo de sociedad que proponen no amenaza al orden económico vigente, cuyo modelo social es precisamente individualista. Por eso uno ve a las grandes firmas de la banca, la industria o el espectáculo abrazando el rico y sugestivo mundo de los microrrelatos emancipadores, y no hay mejor ejemplo de ello que la publicidad. Ésta es también la razón de que tanto la izquierda como la derecha convencionales (socialistas, liberales, democristianos, toda esa gente) coincidan en suscribir con mayor o menor aparato la letra de los microrrelatos: permiten levantar banderas que hacen mucho ruido, pero que no van romper el mobiliario.
Ahora bajemos de las musas al teatro. Como los microrrelatos son, precisamente, «micro», y en general se alejan bastante de las preocupaciones y afanes cotidianos de la mayoría social, su despliegue requiere de un titánico esfuerzo de propaganda para imponerse o, por lo menos, para aislar a cualquier otro relato rival. Toda esa propaganda, repetida una y otra vez por todas partes, desde la televisión a la escuela, termina creando una burbuja narrativa: ofrece al ciudadano un lugar donde estar, un repertorio de ideas «correctas», a salvo del mal, el error, el atraso, el «negacionismo», etc. Y bien, la cuestión es que, en España, nadie ha entendido eso mejor que el aparato de poder desplegado por el PSOE. ¿En qué cree usted que invierten sus esfuerzos los centenares de «asesores» contratados por la presidencia del Gobierno desde 2018? Son guionistas: guionistas de un relato que todos los días necesita ser alimentado para persuadir al fiel de que se halla en «el lado correcto de la Historia», como les gusta decir. Cuando uno está dentro de esa burbuja, todo lo que ve es coherente (porque la mano del guionista es básicamente la misma). Y si por azar uno percibiera alguna sombra de sospecha —un Puigdemont, una Begoña, un mena, una mascarilla—, no dudará: es «desinformación», «bulo», etc. Porque no hay verdad fuera de la burbuja.
En el fondo, cuando se habla de «batalla cultural» no se está hablando de otra cosa: que tu relato sea más convincente y más real que el otro. Y esa batalla, en España como en todas partes, no se ganará hasta que se pinche la burbuja narrativa del poder.