La cafetería de los Diputados es pequeña y está en lo alto, tras los escaños. A su lado hay un pequeño salón donde a veces se forman reuniones improbables. Lo normal es que el personal se agrupe por partidos, o mejor, por facciones. Allí no puede acceder el común de los mortales. Sólo camareros y diputados. Ni siquiera se ve a los ujieres, omnipresentes en todo el edificio, y mucho menos a los periodistas. En ese lugar se plantó Junqueras el día que se aprobó la amnistía, sabedor sin duda de que su presencia estaba prohibida. Pero le iban a amnistiar tras dar un golpe y robar a los españoles. Así que no iba a cortarse, debió pensar; estos son mis cojones y este, mi café con leche.
Mariscal Zabala, diputado de VOX, le afeaba su presencia. Señaló además dónde debía estar: en la cárcel. Bien dicho. ¿De qué me habla este?, tenía cara de pensar Junqueras mientras tomaba su cafelito. Pasé una temporada en una cárcel de la señorita Pepis, con catering de lujo y visitas ilimitadas, me indultaron, ahora me amnistían y vengo a ver cómo os humilláis delante de mí.
La chanchullera y reina del cubata prohibido que tenemos por presidenta del Congreso desplegaba su habitual doble rasero. Hoy no estaba su puto amo Sánchez para dictarle los tiempos pero, ella solita, mandaba parar a los diputados de VOX que llamaban traidores a los socialistas, —una sencilla descripción—, mientras permitía a Artemi Rallo, antisanchista reconvertido, esossonlospeores, todo tipo de rebuznos. Llamó neofascistas a los de Abascal y no contento con eso subió la apuesta: filonazis. Lo hizo con estilo franquista, de nodo: «El neofascismo que embiste, montaraz y cerril», soltó. Y, como es lógico, se armó la marimorena. Señores diputados de «voch», se quejaba Armengol, que demuestra una y otra vez que no se aprende español sólo viendo la tele como defienden los suyos en Baleares. «Ser demócrata implica escuchar al que piensa diferente», añadía con su vocecita de tieta. Ella, que les ha quitado la palabra tropecientas veces y permite que les insulten de las peores formas posibles.
Los periodistas habían comenzado la jornada apuntando alto, ganándose el pienso institucional. Preguntaban a Puente, a Yolanda Díaz y a otros muchos más sobre el que, sin duda, era el tema del día: el concierto de Taylor Swift. «Maravilloso, maravilloso», declaraba el ministro que incluso anunciaba su canción favorita: I knew you were trouble. Sabía que eras un problema, que es lo que piensa toda España cada vez que Puente abre su bocaza.
Los indepes, mientras tanto, cantaban a los cuatro vientos su victoria y anunciaban la próxima parada: el referéndum. Toma concordia. Pedro Sánchez tuiteaba que España era más próspera y estaba más unida que en 2017. Por supuesto, las dos cosas son mentira. El puto amo del fango. Lo decía tras ganar una votación por sólo cinco votos. No hay mayor corrupción posible que lo que ocurrió ese día.
La pendiente es imparable. En pocos días oímos a la Yoli mandar a la mierda a Feijoo. Escuchamos a Merceditas Aizpurúa defender a Iglesias y a Montero frente a los ataques de la derecha. Tuiteaba que su tierra es antifascista y solidaria. Solidaria. En Asturias, una de las regiones más pobres y envejecidas de España, se iniciaba la oficialidad de ese invento llamado Bable que pronto será obligatorio en colegios, cartelería y condición indispensable para trabajar en lo público. No aprendemos. O sólo aprenden algunos. Supimos que la mujer del presidente, «la presidenta de España», según Patxi López, estaba imputada por corrupción. Y el PSOE, tras meternos en líos diplomáticos con Marruecos, Argelia, Argentina e Israel para tapar sus vergüenzas, decidía llamar fascista al Gobierno de Meloni para ver si así olvidamos a «Bergoña». Yo espero que la brava italiana responda a Sánchez como hizo con ese personaje que la insultó: «Presidente de Luca, la stronza della Meloni».
Por suerte no todo son descalificaciones en política exterior. A la felicitación de Hamás se le unía un colectivo especial esta semana. Los talibanes. Estamos en el lado incorrecto de la historia.