Y entonces Sánchez puso la cara que se te queda cuando el médico inicia la colonoscopia. Ese instante de atroz tensión mandibular, al borde de saltarle un piño y reventarle la cámara a algún fotógrafo, me ha recordado el error que a menudo cometemos al analizar las cosas de la política. No sé por qué nos empeñamos en pensar que cada gobernante tiene un plan para cambiar la marcha del país, cuando el condicionante que lo explica casi todo es el factor humano. Todo el mundo tiene un sueño imposible. Y el de Sánchez era ser presidente del Gobierno, vivir entre honores y reverencias, gastarse 350.000 de los fondos europeos de recuperación para reformar su palacio vacacional, y viajar en Falcon al Festival Internacional de Benicássim, que tiene que ser algo casi tan excitante como entrar en coche hasta la misma barra de la discoteca, bajar la ventanilla, y pedir un par de gintonics, para ti y para Scarlett Johansson, y largarte haciendo unos trompos en la pista. A Sánchez, España, los españoles y el precio de la electricidad, con perdón, le importan tres cojones.
Soy capaz de sentir hasta una cierta admiración por Pedro ‘Antonio’ Sánchez, como esa chica guapa del colegio que siempre se sentía fascinada por el compañero más macarra
No lo culpo por ello. Si eres capaz de que los problemas de los demás te resbalen, habilidad que por cierto caracteriza a los psicópatas, la vida de presidente del Gobierno puede ser maravillosa. Si arrastras una gran mochila de frustraciones personales, nada podría sentarte mejor que la corte de aduladores, que el séquito que te abre las puertas, que los uniformados que se cuadran a tu paso, y que las admiradoras que te envían cartas anónimas prometiéndote mil noches de pasión.
De algún modo, con ese perfil vulgar pero con aspiraciones, en La Moncloa ocupas un lugar en el mundo que jamás pensaste que alcanzarías. Todo lo que el cuerpo va a pedirte es que el sueño no termine nunca y que sigas deleitándote en el viaje. Hay mil pequeños placeres desconocidos por el vulgo en el magma solemne de la erótica del poder. Puedes disfrutarlos y trabajar bastante, como Aznar. Puedes vivir sorprendido de que alguien te haya puesto ahí siendo tan sumamente tonto, como Zapatero. Puedes sobrellevarlo con desinterés y cierto sentido de la responsabilidad, como Rajoy. Y puedes vivir en la euforia como un enano al que Modric coge en brazos en el Bernabéu, como Pedro Antonio Sánchez.
Draghi ha dejado al descubierto al verdadero Pedro ‘Antonio’ Sánchez: un tipo mediocre que en la rudeza de sus acciones desvela una profunda inseguridad
Sea como sea, las legislaturas son largas, los rituales diarios reverenciales refuerzan la autoestima hasta niveles insospechados entre las paredes de La Moncloa. Y el sueño se convierte fácilmente en viaje lisérgico. Lo único que puede abofetearte y bajarte a la realidad. Lo único que puede echarlo todo por tierra. Lo único que de verdad puede hacerte daño es que algún acontecimiento inesperado te conecte de golpe con el don nadie que fuiste hace tan solo unos años. Y eso, esa experiencia dolorosa, es la que le debemos a Draghi. Al confirmar que ni siquiera sabía cómo se llama el presidente del Gobierno de España con el que se reunía, aparte de exhibir una pésima preparación de la cita, no hay mal que por bien no venga, dejó al descubierto al verdadero Pedro Antonio Sánchez: un tipo mediocre que en la rudeza de sus acciones desvela una profunda inseguridad. Alguien que está viviendo un cuento de hadas institucional y hace lo indecible por disimularlo, pero al tiempo es incapaz de amordazar las reacciones nerviosas de su mandíbula.
Yo estoy muy a favor de que la gente cumpla sus sueños. De hecho, en la capacidad de lucha de Pedro Antonio Sánchez por mantenerse incólume en la refriega política soy capaz de sentir hasta una cierta admiración, como esa chica guapa del colegio que siempre se sentía fascinada por el compañero más macarra. Es verdad que lo consigue mediante la mentira, la impostura y la palabrería socialista, pero a cambio sigue acostándose cada noche con la moral por las nubes, y no se siente en absoluto responsable del destino de la nación, ni del dolor de sus sufrientes compatriotas. Pero mi admiración sería aún menos cínica si lo que tuviera entre manos no fuera nuestra supervivencia y prosperidad. Es decir, sí, estoy muy a favor de que la gente cumpla sus sueños, siempre y cuando no consistan en estropear los míos.