«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
Buscar
Cerrar este cuadro de búsqueda.
Cieza, 1969. Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Ha escrito en diversos medios digitales y colaborado en el podcast cultural 'La caverna de Platón'. También escribe reseñas literarias para 'Librosobrelibro'. Es autor de dos libros de aforismos: 'Fragmentos' (Sindéresis, 2017) y 'Contramundo' (Homo Legens, 2020). Su último libro publicado hasta la fecha es 'El equilibrio de las cosas y otros relatos' (Ediciones Monóculo, 2022).
Cieza, 1969. Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Ha escrito en diversos medios digitales y colaborado en el podcast cultural 'La caverna de Platón'. También escribe reseñas literarias para 'Librosobrelibro'. Es autor de dos libros de aforismos: 'Fragmentos' (Sindéresis, 2017) y 'Contramundo' (Homo Legens, 2020). Su último libro publicado hasta la fecha es 'El equilibrio de las cosas y otros relatos' (Ediciones Monóculo, 2022).

El verano nunca fue una estación

9 de agosto de 2024

El verano es una imagen cristalizada en la memoria. Una ensoñación mecida por un aire de nostalgia. Un retorno a la edad de la pureza y de la luz. Un espacio que se abría a una infinidad de destinos, todos comprimidos en aquellos tres meses mágicamente exentos de la rutina cenicienta que los precedía. El verano nunca sucede en el presente porque es el territorio que ninguna de las carencias a las que más tarde hemos debido habituarnos puede manchar. No es una estación más. No es una oportunidad de aliviar el lastre de fatigas que acostumbramos a arrastrar por el mundo durante el resto del año. Es una región mítica, intacta en el interior de su aureola de asombro, preservada de los temores y las inseguridades que nos afligen hoy.

Recordamos nuestros veranos y lo que vemos es un mosaico que refulge en cada una de sus teselas. Nada malo podía suceder en ese tiempo. No éramos conscientes de sus contrapartidas; no nos incomodaban el calor húmedo de las noches ni el sol candente y disuasorio de las siestas. Volábamos sobre los contratiempos como sólo puede hacerlo quien se ha propuesto defender un reino de plenitud inocente de la hostilidad que acecha más allá de sus límites. Por más que los adultos intentaran hacernos ver su reverso, el verano era una efusión de dicha, una encrucijada de proyectos, un archipiélago atravesado por la brisa curativa que soplaba desde el olimpo de nuestros pequeños dioses.

No echábamos nada de menos ni deseábamos otra cosa distinta al momento que estábamos viviendo. Los instantes de abatimiento o hastío, que sin duda los hubo, no los recuerdo. Recuerdo los juegos solitarios en el porche de la casa de la playa, las excursiones en bicicleta bajo un sol despiadado, la profundidad de un huerto de frutales y una balsa de agua helada en la que algunas tardes nos zambullíamos, los partidos de fútbol sobre la arena, tumultuosos, sin más reglas que las indispensables, los cuerpos agradecidos y jadeantes a la caída del sol.

No lo sabíamos entonces, pero el verano era un desmentido espontáneo a la vida como cálculo y planificación, una enmienda a las adustas disciplinas que durante el resto del año buscaban convertirnos en individuos de provecho, triunfadores de no se sabe qué competición, un paréntesis de regocijo frente a la inminente seriedad de un porvenir cuyo mapa —sus límites, sus estragos, sus sinuosidades— podíamos ver insinuado en el rostro de nuestros mayores.

El verano era el oxígeno que necesitábamos para no sucumbir anticipadamente al aplastamiento que parecía aguardarnos al doblar la siguiente esquina de nuestro trayecto. Puede que por eso diera lo mismo las veces que se repitieran una situación, un juego, una aventura, porque siempre había peculiaridades que diferenciaban un instante de otro, matices que encapsulaban una fracción de tiempo y la rescataban de esa forma tan frecuente de olvido al que ahora nos condena la monotonía.

Todavía me llena de perplejidad que cada imagen permanezca ahí, vitrificada en la memoria, a salvo de la corrosión de los años. Y con cada imagen regresa una sensación, o quizá sólo su reflejo exhausto, pero aun así es un modo de atraer hacia mí el latido incorruptible de aquella alegría perfecta, como si el paso del tiempo no hubiera desgastado la textura de las percepciones y de golpe volviera a estar —los ojos extasiados, el alma limpia de todo sedimento— frente al primer amanecer del mundo. En un pasaje de sus monumentales Memorias de ultratumba se lamenta Chateaubriand: «¡Oh, miserables de nosotros! Tan vana es nuestra vida que no es más que un reflejo de nuestra memoria». Pero no, no es vana la vida, ni es inútil la memoria. Aunque ya no sea posible recuperar la intensidad de aquella mirada primigenia, es gracias a la memoria que pervive un rescoldo del fulgor de lo vivido. Y por eso reconocemos ese mismo deslumbramiento en los ojos de aquellos a quienes cuidamos ahora. Los vemos exprimir la sustancia del tiempo, oímos sus risas remontando el caudal de las horas, completando el círculo de la vida, burlando nerviosamente la larga sombra del tedio. Ellos son el puente por el que, durante algunos instantes, se nos concede el don de regresar al umbral de aquel paraíso de opulencia, tan precario y tan cierto,  tan inaccesible como imperecedero. 

.
Fondo newsletter