El uso abusivo por parte del Gobierno del Decreto Ley, una figura destinada para situaciones excepcionales, ya ni siquiera extraña al personal ni lo escandaliza. El gobiernopordecreto se ha convertido en algo normal en España. En estos tres años de legislatura, la forma de hacer política se ha desvirtuado por completo. Se gobierna en modo extremo. Lo mismo da que la excusa sea un virus, una guerra o la muy socorrida -lo veremos en los próximos tiempos- emergencia climática. Cuidado, que esto va a servir para todo. Y, como estamos siempre al borde del precipicio, todo vale. Recordaba Luis del Pino el otro día las palabras de Antonio Carmona hace unos años: “…y si hace falta, se hunde otro Prestige”.
Sin ir más lejos, el Gobierno de España ha perpetrado esta semana su enésimo Real Decreto Ley, en esta ocasión para abordar el problema energético derivado de la guerra de Putin. La política energética del Gobierno es simple, que no sencilla: cuézase en verano y congélese en invierno. No hay más política energética. Se ha hecho todo mal. Se han deteriorado las relaciones con Argelia en el peor momento y resuenan más que nunca las palabras de la vicepresidente Ribera sobre el Midcat en 2019: “es una infraestructura innecesaria”. Pues Tere sale ahora sin ningún rubor y sin despeinarse, no le hace falta, a decir que el gaseoducto que tanto despreció se acaba en una pispás. No pasa nada. Breve ejemplo de cómo nos conducimos en asuntos vitales como la energía.
Si esto se arregla con otro Decreto Ley, para qué vas a convocar a todo un Parlamento. Tira para La Mareta, Begoña, que el piloto ya ha arrancado el Falcon
De Sánchez no cabe esperar otra cosa. Lo que me ha llamado la atención—poderosamente, no de cualquier manera—es que, si de verdad estamos en una situación de emergencia energética, esto se resuelva sin que se reúna el Parlamento, y que Núñez-Feijóo reclame una reunión con los presidentes de las comunidades autónomas para consensuar las medidas aplicables —unos grados arriba o abajo— para solventar la situación. Este tipo de cosas me sugieren más una comunidad de vecinos reunidos en el rellano de la escalera para decidir qué día se pone la calefacción que un país serio. Si los señores diputados —representantes de la soberanía nacional— están de vacaciones, que las interrumpan, que una emergencia es una emergencia. Si no, pues no será tan importante.
El problema de fondo es que el Congreso ha devenido en algo accesorio, en una especie de corrala en la que se gritan unos a otros desde su bancada, y que a los ciudadanos ya nos aburre de forma soberana. De modo que, si esto se arregla con otro Decreto Ley, para qué vas a convocar a todo un Parlamento. Tira para La Mareta, Begoña, que el piloto ya ha arrancado el Falcon. Son ganas de meterse en fregaos.
Lo único que le queda a la verdadera oposición —no tengo muy claro que Feijóo la encarne— es acudir a los tribunales de forma constante, produciendo eso tan feo que llaman la judicialización de la política. Que todo se tenga que resolver en los juzgados es una anomalía democrática tan inmensa que nos debería preocupar seriamente. Si asuntos de extrema gravedad, como que se declaren inconstitucionales dos estados de alarma que conculcaron los derechos fundamentales de todos los españoles, no acarrean consecuencias para los responsables, cabe preguntarse qué narices pasa con la política española.
Estamos en un callejón sin salida donde se obvia a la Cámara de representantes todo lo posible y el incumplimiento de las sentencias por parte de los gobernantes no conlleva responsabilidades. Sin ir más lejos, hace unos días el Gobierno de España acordó con la Comunidad Autónoma de Cataluña no aplicar una sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. Y no pasó nada. Nada. Hacer política en España se ha convertido en un imposible. Ya no queda ni el derecho al pataleo. Así las cosas, al menos, llamemos a las cosas por su nombre y dejemos de engañarnos con que esto es una democracia para llamarlo por su nombre: autocracia.