Escribo la tarde del apagón, en penumbra. Dentro de una hora se pondrá el sol definitivamente y algo antes se habrá agotado la batería de mi portátil. La falta de luz pondrá el punto final a este artículo, que no retocaré más por respeto a las circunstancias. ¿Tendré que leer a la luz de algunas velas que guardábamos en casa a efectos decorativos y pituitarios? Sé que, estando todos en casa, me cuento entre los afortunados.
Cuando se restablezcan los servicios y los informativos, nos enteraremos de si ha habido que lamentar algún accidente o tragedia. Es posible, pues nuestra sociedad depende asombrosamente de la electricidad, pero espero que sea mucho menos de lo que podría esperarse y que hayan triunfado la solidaridad entre españoles, la inventiva y la prudencia. El perjuicio económico, en cambio, ya podemos vaticinar que habrá sido enorme, pues, al coste para el PIB de un día sin producción, hay que sumar las averías en la maquinaria, la interrupción abrupta de procesos productivos continuos y los retrasos y cortes en la atención a los clientes. La suma, ya lo digo, meterá miedo. El desprestigio reputacional de España como lugar de inversiones también hay que contarlo.
A cambio, estaremos ante una gran oportunidad de empezar a hacer las cosas un poco mejor. Cuando estalló la invasión de Ucrania y, más tarde, cuando J. D. Vance avisó a Europa de que debía gastar –en ambos sentidos– mucho más cuidado con su propia seguridad, algunas voces, a las que se sumaba mi vocecita, clamamos por más autonomía y autodefensa, y destacábamos con muchísima insistencia la necesidad de conseguir una soberanía energética. Ahora el aviso no es de vocecitas, sino de luces y de una gran seriedad (esperemos que sólo económica).
No puede ser que una avería o una imprevisión (¿o ha sido otra cosa?) deje a Portugal y a España sin energía. Primero, porque las debilidades de una nación no pueden estar tan a la vista del mundo entero, incluyendo sus potenciales enemigos. Y después, porque una economía del primer mundo no puede permitirse unas incidencias tan graves y esenciales.
Necesitamos energía nuclear propia y suficiente, y dejarnos de discursos verdes que nos dejan maduros para el desastre. Si las energías alternativas suman, pues también valen, claro. Por lo visto, a las Islas Canarias las han salvado del apagón los molinos de viento: muy bien. No se trata de hacer un discurso ideologizado, sino de asegurar lo básico en nuestro país, región a región, y frente a todas las circunstancias.
En varios artículos, durante muchos años, vengo advirtiendo de la tercermundanización de España, que se palpa en los servicios públicos y en el tono general, en los retrasos de trenes, en las carreteras sin arreglar, en las inundaciones sin previsiones, en las infraestructuras pendientes. El dinero de unos impuestos altísimos se va en un sistema político que no sólo es carísimo y —con frecuencia— corrupto, sino que además es ineficaz y presentista.
Ojalá que las pérdidas de este caos eléctrico sean exclusivamente económicas y que su ganancia sea una nueva concienciación pública de previsión, de sentido común, de «imaginación del desastre», esto es, de política realista, que sepa que lo peor puede pasar y que hay que estar preparados con inversiones y equipos. Esperemos que los españoles echen sus cuentas y vean quiénes decían que no pasaría lo que ha pasado y quiénes advertían de que iba a pasar lo que pasó.
La trayectoria de la realidad española (y europea) no augura nada bueno. Lo vemos disgusto a disgusto, de inundación a apagón. Aquí sólo sube la deuda pública. Hace falta un cambio de sentido. Dentro de diez minutos se irá la luz del sol y ya la batería de mi portátil está diciendo «basta», pero esto se ve clarísimo. Tanto que, aunque mañana venga la luz y pueda reescribir el artículo, no lo haré. A oscuras se ve muy bien cómo estamos.