Todo el mundo acaba avergonzándose de sus entusiasmos políticos, decía Don Colacho, y quizá por eso uno los va moderando con la edad bajo el peso de un puñadito de entusiasmos pasados que quedaron en nada. Todo eso me obliga a explicar en qué sentido presencié la investidura como si oyera recitar la Égloga IV de Virgilio:
Ya llegó la última edad del canto de Cumas;
desde la totalidad nace un gran orden de los siglos.
Ya vuelve la Virgen, vuelven los reinos saturnios;
ya una nueva progenie es descendida del alto cielo
No es que crea a Trump, ni le confiera mentalmente poderes sobrehumanos. No es que sienta especial entusiasmo ante la idea de que América vaya a volver a ser grande (literalmente, si se queda con Groenlandia). No es que esté convencido de que Donald vaya a drenar esa ciénaga de cuyas abominables criaturas llenó la administración su primer mandato y con algunas de las cuales va a gobernar en este.
No creo, en fin, que bajo el mandato de Trump vayan a pacer juntos el león y el cordero; ni siquiera que el «friki» de Musk vaya a reducir significativamente el gasto de la burocracia americana. No, no es eso; ya puestos, mi relativa sensación de triunfo sobreviviría a cualquier fracaso en su política, incluso a la súbita desaparición del personaje. Porque buena parte de mi esperanza revivida viene de que presencié la investidura después de ver un corte de vídeo con la declaración de Íñigo Errejón ante el juez.
En pocas palabras, el político de ultraizquierda dio la clave de la victoria de Trump y de su discurso inaugural. Preguntado por el juez cómo esperaba ser creído cuando él mismo había hecho bandera del «sólo sí es sí» ya la obligatoriedad de creer siempre a cualquier mujer en sus denuncias, Errejón respondió: «Pero es que, en la vida real, la gente no habla con consignas». ¡Aleluya!
Ahí, en esa respuesta que debería grabarse en letras de oro, está todo: la victoria de Trump, el crecimiento imparable de AfD y Le Pen, el gobierno del FPÖ: porque llevamos décadas sufriendo leyes que se basan en consignas, no en la vida real.
El resumen del discurso de Trump, limpio de sus peculiaridades nacionales, podría estar en lo que fuera el lema de campaña de Obama y de Podemos: sí, se puede. El regreso de la voluntad política a la derecha, entendida sensu lato como la creencia de que existe una naturaleza humana que el gobierno debe encauzar, no intentar cambiar.
Alfonso Guerra presumía de que su partido tenía treinta carpetas listas para aplicarlas nada más llegar al Gobierno y que a España no la reconociera ni la madre que le parió. Eso es gobernar, y no ninguna otra cosa. En eso es admirable la izquierda, incluso Sánchez: están convencidos que desde el Gobierno se puede casi todo.
La derecha (la ‘derecha’) no tiene carpetas. No tiene la menor ilusión de gobernar y le basta con administrar; con ocupar el cargo, pero no el poder, de vivir en el escenario que previamente le ha delimitado la izquierda. Rajoy tuvo la mayor acumulación de poder administrativo de la democracia y un claro mandato, y no hizo nada, no cambió nada. No tenía carpetas, sino hojas Excel.
La victoria de Trump es el primer rumor del regreso de los dioses fuertes de Erriguel, aunque sólo sea en el pueblo, en parte del pueblo. Es la sacudida que despierta a muchos de esa pesadilla carrolliana en la que las palabras significan en cada momento lo que el poder quiere que signifiquen, donde no hay nada fijo ni real y lo que siempre ha pensado el ser humano es considerado ultra y extremo.