De este a oeste, del sur al norte, España es una fiesta. Tradiciones populares, grandes familias que se reúnen, el incesante goteo de turistas, y una juerga musical en cada esquina. España es una bendición en agosto. Durante unos días, mucho ayudan las vacaciones de los políticos, el ruido que toma el protagonismo es el de la pirotecnia, y las grandes discusiones en los bares cambian de tema, y ya solo hay peleas por adelantarse a pagar la cuenta, llegando a batirse en duelo si es necesario para decidir quién tiene el privilegio de invitar. Las viejas bandas vuelven a girar, las canciones de siempre nos vuelven a emocionar, y la gastronomía de toda la vida florece saltando de santo en santo, de patrón en patrón, entre una alegría generalizada que no logran acallar ni los peores augurios de los periódicos.
Esa España de jolgorio y pandereta, tantas veces estereotipada y zaherida en cuerpo propio por su propensión al cachondeo, es la envidia de Europa a esta hora en que el verano se viste de gala, y se suceden las semanas grandes de las capitales más queridas por los visitantes del mundo entero. Tal vez, tan cerca de la pista de baile, no percibimos la grandeza de ser un país que sabe divertirse, formado por hijos, nietos y bisnietos de hombres que, a su vez, también supieron celebrar lo propio, sin aspaviento y a veces sin duro en bolsillo, pero sin renunciar al pasodoble, al brindis del chiringuito, y a la paella más grande del mundo.
En estos días brilla como nunca el bagaje cultural de una nación que, a través de los siglos, ha sabido reírse de todo, empezando por la sátira propia, y ensalzando el esperpento como forma de vida agosteña en tantos pueblos y ciudades, engalanadas de flores, banderas y guirnaldas. Nada está perdido en una nación cuando la cultura está viva, y no es otra cosa que las canciones que nos hemos sabido legar, las novelas que lo han sabido contar, las tradiciones que la histeria posmoderna no ha logrado aguar, y la exhibición callejera del arte en todas sus formas y matices, para goce de propios y ajenos, para disfrute de todos aquellos que se premian con un paréntesis entre los sinsabores y azares de la vida cotidiana.
Celebro sin ningún rubor esta nación de la juerga, (…) consecuencia del deber cumplido con el mundo, con nuestros tiempos, con la historia
No hay en estos días ni en estas fiestas rastro de división, con excepción de aquellos pocos lugares donde el separatismo ha hecho del odio una forma enfermiza de vida, que hasta en los festejos necesita sembrar miseria y desunión. Pero son solo una diminuta excepción. El resto del país baila estos días al unísono, al son de los conciertos y de las fiestas, abraza y brinda, comparte y celebra, mirando a los ojos de amigos y familiares sin la locura de pedir antes el carnet de partido, en un estado de feliz excepcionalidad ideológica, sin más norma que la juerga y el solaz, sin más meta que la de rendir justo tributo al vino español; ¡qué vinos tenemos en España!
A menudo son los que nos visitan desde fuera quienes nos abren los ojos, los que nos sitúan frente a frente con la gran nación que somos, los que nos señalan las bellezas que nos distinguen, los valores que nos unen, el humor y la charanga que nos levanta, dando un sentido mucho más pleno y humano al gran orgullo de ser español.
Celebro sin ningún rubor esta nación de la juerga, que no es demérito, que nos lo podemos permitir, porque al cabo de los años la fiesta, ese diapasón del viejo calendario cristiano, es solo consecuencia del deber cumplido con el mundo, con nuestros tiempos, con la historia. Y en último caso, es el reducto último de libertad de estos millones que, como excepción europea, sienten y comprenden aún el sentido del alzar a un santo protector en procesión, engalanar de flores las calles y aceras, entonar la Salve marinera o la rociera a la Virgen del pueblo, juntarse a comer en esas largas mesas de varias generaciones, y danzar durante horas entre brindis y buenos deseos con los propios y con los ajenos por las calles del cualquier rincón, al borde ya de la gran fiesta nacional de la Ascensión.
La España mía, la que aún logra emocionarme cada verano, es la que tras la misa del santo danza con desconocidos en la sesión vermut
Y sonarán de nuevo esta noche las voces de los grandes del pop español, supervivientes por ser el legado emocional de varias generaciones, y volveremos a hacer las visitas y los gestos de rigor que manda la tradición, y a vestir los trajes locales que un día vistieron nuestros abuelos, y a escuchar a los mayores contar cómo era la romería cuando el pueblo no eran más que cuatro casas y una iglesia.
La España mía, la que aún logra emocionarme cada verano, es la que tras la misa del santo danza con desconocidos en la sesión vermut, reparte miles de platos de algún manjar local en un pequeño puesto de madera, descorcha botellas de vino con la velocidad de cada invocación de una letanía en cualquier campa festiva, y deja que se ponga el sol gritando a pleno pulmón una de los Hombres G, con la seguridad de estar portando el estandarte de lo que somos, lo que levantaron los que un día fueron, en primera fila de juerga, disfrute y celebración.