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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

España extinta

30 de enero de 2015

Según el Informe mensual de “la Caixa” de enero de 2015, asistimos a un vertiginoso envejecimiento de la población en España, donde el número de pensionistas “ha pasado de 7,7 millones en 2008 a 8,4 en el tercer trimestre de 2014″. En los últimos 25 años la maternidad se ha retrasado 3,6 años de media: si hacia 1990 las mujeres tenían su primer hijo a los 26,8 años de media, en 2014 esa media había crecido hasta los 30,4 años. El estudio concluye recordando que el Gobierno en 2014 retiró 14.000 millones de euros del Fondo de Reserva de la Seguridad Social «para hacer frente al pago de las pensiones, y prevé en los Presupuestos de la Seguridad Social utilizar 8.500 más en 2015». El actual sistema público de pensiones resulta manifiestamente insostenible.

En la Revista “Razón Española”, el profesor Contreras Peláez, catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Sevilla, no vacila en calificar la actual situación de “negro horizonte demográfico”, conducente a una España extinta. Sólo en los años 1918 y 1939, por cuestiones de “gripe española” y las bajas de nuestra contienda civil, España perdía población. Algo que ha vuelto a suceder en los años 2012 y 2013, perdiéndose 2,6 millones de habitantes, no ya por cuestiones sobrevenidas o coyunturales como entonces, sino como algo estructural y permanente que podría acabar con el país. El estudio de El suicidio demográfico de España, de Alejandro Macarrón, concluye que una fertilidad de 1,26 hijos por mujer en el año 2013 nos sitúa en un 40% por debajo del “índice de reposición”, del número de nacimientos necesarios para garantizar el reemplazo generacional de 2,1 hijos por mujer. Existe una fuerte retroalimentación entre crisis económica y crisis demográfica: cuanto peor vaya la economía, menos estímulos para la maternidad, y cuanto más eclipsada se encuentre la maternidad, peor irá la economía. No hay crecimiento económico sin crecimiento demográfico, pero ¿quién se atreve a tener hijos en un país con el 23,70% de parados?

No sorprenden, sin embargo, las causas por las que se silencia semejante invierno demográfico: la ignorancia, la falta de información, la inmersión voluntaria de la gente en el mundo de la chabacanería, la excesiva dedicación de la sociedad a las cuestiones nacionalistas, así como la nefasta influencia de la cultura del cuerpo, la cultura de la muerte o la ideología ecologista, con su evidente vocación totalitaria. Ni siquiera desconcierta ya el perverso silencio del gobierno del Partido Popular, incapaz de recibir a los líderes de las asociaciones provida, que han convocado una nueva manifestación para el 14 de marzo con el fin de solicitar el cumplimiento del compromiso electoral del gobierno en derogar la ley del aborto y de impedir el arrumbamiento actual de las políticas de protección a la maternidad. El gobierno parece haber decretado la inexistencia ontológica del mal, más allá de la crisis económica, con la consiguiente repulsa por todos aquellos movimientos o estructuras que incomoden su libertad de indiferencia hacia quienes no comulgan con su cinismo y su visión pragmática de la sociedad. Ya lo escribía Ortega: “Se ha apoderado de la dirección social un tipo de hombre al que no interesan los principios de la civilización”. La inmensa mayoría de los políticos y legisladores, de los intelectuales de turno y de los grupos de presión que actúan en el mundo de la cultura y de los medios de comunicación, no sólo desprecian la familia y la sacralidad de la vida, sino que continúan instalados en la perspectiva del canciller democristiano Konrad Adenauer en 1957, para quien la cuestión de la procreación o la reproducción se da sin más por supuesta.

Pero la génesis de la verdadera rémora para una política de auténtica revitalización demográfica es el dogma relativista de que “cada uno tiene derecho a hacer con su vida lo que quiera” en la medida en que no se vulnere el Código Penal, el relativismo según el cual el Bien es un valor y no un presupuesto, y la vida no posee el sentido necesario como para ser transmitida. El invierno demográfico obedece al imperativo del laxismo, propulsor de una voracidad egocéntrica fijada en la exaltación de los derechos individuales y la libertad absoluta, en el narcisismo de la promoción personal, la satisfacción de los propios intereses y el excesivo amor a uno mismo, al que todo debe quedar subordinado. Comprometida la persona con la búsqueda de valores materiales y entregada a un deseo caótico de gratificación y de neurótica inmediatez que sólo responde a lo útil y provechoso, se ven deterioradas las relaciones humanas, y la aparición de los hijos sólo podría asemejarse a enojosas responsabilidades cuando el fin último consiste en la oquedad de vivir cómodamente.

La crisis demográfica viene coincidiendo con el auge de una cultura que aspira a una felicidad de pequeño formato, sin compromisos ni vínculos definitivos, propensa a la diversión epidérmica, y castradora de una finalidad y un sentido trascendente de la vida. La crisis demográfica no sólo se cifra en el terreno jurídico y económico cuanto en el terreno de los valores y de las ideas, convirtiéndose así en una verdadera crisis cultural de ausencia de reconocimiento, prestigio y gratitud hacia el matrimonio y la familia, y donde cualquier propuesta de políticas natalistas, auspiciadoras de la maternidad y de los derechos de los padres, se contempla como reaccionaria y ultraconservadora.

En semejante escenario, tan meritoria es la vida fiel en el matrimonio como la promiscuidad amorosa, la consideración del valor incondicional del ser humano como la tendencia proterva a equiparar las personas con magníficos objets d’art. ¿Quién se atreverá a decir a nadie cómo debe vivir? “¿Quién soy yo para juzgar?” ¿O es que no contribuyen todas las formas de vida por igual en la sostenibilidad de la sociedad? Era Ratzinger quien mejor denunciaba el relativismo, diciendo de él que “cuanto más llega a ser la forma de pensamiento generalmente aceptada, más tiende a la intolerancia y a convertirse en un nuevo dogmatismo”. El relativismo no puede ser la condición de la democracia; el escepticismo y el relativismo -sostenía George Weigel– sólo son un fundamento demasiado lábiles para fundar sobre ellos una democracia plural.

No es sostenible un Estado que nos provea de todo lo esencial; menos aún en una sociedad con la pirámide de población invertida. La crisis demográfica determinará que las pensiones públicas se precipiten a niveles miserables. Pero los españoles se niegan a asumir que el Estado del Bienestar se encuentra en fase terminal y que es imposible mantenerse por más tiempo en la era de la esterilidad. ¿No será plausible volver a la idea bíblica de los hijos como “cayado de la vejez”? ¿Acaso no está en juego nuestra supervivencia como sociedad?

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