Bruselas, con su habitual tono infantil y burocrático, ha decidido que es una buena idea armar a los ciudadanos con un kit de supervivencia. Esta vez, no son los dichosos tapones pegados a las botellas de plástico los que nos han dado más de un mal momento en los últimos días. Otra de esas ideas brillantes, por cierto, de la Europa caprichosa.
Un kit de emergencia que hemos de tener preparados en nuestras casas. ¿Para qué? Para estar listos en caso de crisis. ¿Qué crisis? Da igual, eso es lo de menos. ¿Generada por quién? Y qué más da. Un apagón masivo, un ciberataque, un conflicto armado, un desastre climático, una oleada de desinformación… Cualquier cosa vale mientras la sensación de miedo y terror quede bien grabada en el imaginario colectivo. Porque si algo sabe hacer bien Bruselas es jugar al catastrofismo cuando necesita que nadie haga demasiadas preguntas. El mensaje es claro, aunque su fondo sea todo lo contrario: no sabemos qué es lo que va a pasar, pero ¡será terrible! Así que mejor tener a mano agua, baterías, unas cuantas latas de conservas y medicamentos para aguantar 72 horas. Tres días. Como si un conflicto armado durase lo que un fin de semana largo. Quizá piensan que una invasión se resuelve como un puente festivo o que, después de 72 horas de asedio, el enemigo pedirá una tregua para revisar normativas de reciclaje y políticas ecoresilientes.
Mientras tanto, en España, Pedro Sánchez ha estado ocupado haciendo lo que mejor se le da: cambiarle el nombre a las cosas para que parezcan otra. Así, el rearme ya no es rearme, sino «seguridad». El aumento del gasto militar no es tal, sino «preparación». Y, si todo va bien, incluso convencerá al PP de que lo apoye mientras sus socios de gobierno miran hacia otro lado. Un truco con el que pretende que nadie note que estamos ante una inversión multimillonaria en defensa disfrazada de apuesta por la paz. Lo de siempre, pero con más presupuesto.
La Comisión Europea, por su parte, tampoco se queda atrás en el trabajo de la semántica. Ha borrado el término «rearme» de sus documentos y lo ha sustituido por la misma y mullida «preparación». Eso sí, al mismo tiempo nos insta a abastecernos como si viviéramos en la víspera de un colapso mundial. No sólo sugiere que acumulemos víveres y medicamentos, también quiere crear reservas estratégicas de alimentos, energía y materias primas, además de poner a nuestra disposición una plataforma digital donde consultar riesgos y refugios en caso de emergencia. Todo muy reconfortante. Muy tranquilizador. Una Europa que, en lugar de debatir seriamente sobre su futuro, parece más interesada en acostumbrarnos a vivir en un estado de pánico perpetuo. Y mientras Bruselas se entrega a la épica de la supervivencia, su comisaria de Gestión de Crisis, Hadja Lahbib, nos lo explica con la profundidad de un vídeo propio de influencer. Con sonrisa de Instagram, nos muestra ese kit como si fuera un juego. Como si la seguridad europea se pudiera reducir a un tutorial de TikTok. Nos infantilizan, pero al mismo tiempo siembran la inquietud. Nos dicen que no hay de qué preocuparse, pero que, por si acaso, vayamos llenando la despensa.
¿Quién es el enemigo? Nadie lo sabe. ¿De qué debemos protegernos? Tampoco está claro. Lo único evidente es que el miedo vuelve a ser la mejor herramienta para asegurarse el control social. Si la pandemia enseñó a los gobiernos lo fácil que era gobernar desde la incertidumbre y la amenaza, ahora Bruselas perfecciona la técnica. El somnífero que adormece a la sociedad ya no son solo las mentiras piadosas: ahora es la sensación de peligro inminente, el recordatorio constante de que algo terrible está a punto de suceder. ¿Y la solución? Más gasto militar, más «preparación» y menos preguntas. La Europa de los sustos y los eufemismos. Una Europa donde el miedo es el juguete favorito de sus líderes, y los ciudadanos, meros espectadores de una crisis que nunca termina. Una crisis en la que, cada día, parece más evidente que Europa se invade a sí misma, convirtiéndose en su peor enemigo.