El separatismo vasco, en todas sus marcas y pelajes, desde la aristocracia financiera de Neguri al lumpen de las herrico tabernas batasunas, ha mostrado siempre una voracidad insaciable respecto de Navarra, viejo Reino pirenaico que mece entre sus robles el embrión de España, la cuna y la leche nutricia de la Patria española, heredera de la Hispania romana y visigoda, forjada con la espada y la Cruz al final de los siglos de Reconquista frente al Islam por Castilla y Aragón, hijas del viejo roble navarro. Hoy, con un alcalde filoetarra de Bildu, Joseba Asiron, gobernando la capital navarra, Pamplona encarna ya el centenario delirio separatista de convertirse en Iruña, la capital de esa ucronía a la que llaman Euskal Herria.
El separatismo vasco ha deseado siempre con gula y con lujuria la anexión de Navarra por dos razones fundamentales. Sin Navarra es imposible la configuración de lo que ellos llaman Euskal Herria que, más que una ubicación geográfica inexistente en los arcanos de la Historia es una consigna política abominable que ha llenado los tanatorios de muertos y a los españoles de luto. La segunda razón es afluente de la primera, ellos saben que anexionándose Navarra matan a España. «El día que Euskadi fagocite a Navarra, España habrá muerto», como bien decía el profesor Claudio Sánchez Albornoz, que no era «facha» ni franquista (fue presidente del Gobierno de la República en el exilio) adjetivos con los que el PSOE y sus satélites califican a todo el que no pace en sus rediles.
Breve historia de Navarra
Navarra, como toda España, es hija de Roma. Su capital, Pamplona, fue fundada un siglo antes de Cristo por el general romano Pompeyo ( de ahí su nombre, Pompaelo) que vino a Hispania a acabar la guerra civil entre Cayo Mario y Sila, para derrotar a Quinto Sertorio, sobrino de Cayo Mario, que quiso hacer de Hispania una república romanizada pero independiente de Roma. Por esas mismas calzadas romanas llegó a Navarra la Luz del Evangelio, tan arraigado en el Viejo Reino que a Navarra se la llegaría a conocer como la Esparta de Cristo. El primer texto datado y registrado que habla de los navarros procede del siglo IX y está rubricado por Eginhardo, secretario de Carlomagno.
La invasión islámica de España desbarata y destruye la unidad peninsular conseguida por los visigodos, y es en ese momento cuando Navarra surge como un pequeño Reino pirenaico en el que siempre permanecieron encendidas las candelas de la idea perdida de Hispania. Tan encendidas permanecieron esas luminarias de Hispania que, siglos después, cuando Sancho III El Mayor consigue aglutinar a los cristianos del norte de la Península se recobra la vieja idea de la unidad de Hispania de los visigodos y el Rey navarro se titulará Hispaniarum Rex, al modo de los antiguos monarcas godos.
En el curso de la Reconquista Navarra menguará territorialmente en beneficio de sus hijos Castilla y Aragón, antiguos condados convertidos en reinos surgidos de la misma entraña del Reino de Navarra, de tal manera que los territorios vascos que estuvieron bajo control y pabellón navarro se perdieron en beneficio de la expansión de Castilla, de la grandeza de Castilla y, por ende, de la grandeza de España. Siendo así que fueron los vascos los que pidieron su incorporación a la Corona de Castilla, sin menoscabo de sus fueros, huyendo de la dominación navarra a pesar de que las ciudades de Vitoria y San Sebastián que habían sido fundadas por los reyes de Navarra, otorgándoles el Fuero de Jaca, estuvieron preservadas desde su fundación de ser repobladas por navarros de origen.
Aún en su merma territorial Navarra fue siempre leal y generosa con España. Su lealtad no fue retórica. Fue tan auténtica y real como las armas y la sangre de los navarros en las Navas de Tolosa, donde en el año 1212 se libró una de las batallas decisivas de la historia de la Reconquista, de España y de Europa. Los Almohades, fanáticos islamistas, llegaron a España desde las orillas del río Senegal para enderezar y disciplinar la ya decandente dominación musulmana en la Península. El arzobispo de Toledo, el navarro Rodrigo Jiménez de Rada, llamó a la Cruzada contra el enemigo común. Así, el rey de navarra Sancho VII El Fuerte se reunió con las hustes y las mesnadas cristianas y una Navarra sin ambiciones territoriales acudió a combatir junto a Alfonso VIII de Castilla, responsable directo de la mengua territorial navarra. Los navarros combatieron en la vanguardia de las tropas cristianas y allí, en la primera línea de fuego de las Navas de Tolosa, ganaron para su bandera las cadenas que rodeaban el reducto final del caudillo almohade.
Tras la muerte de Sancho VII El Fuerte comenzó la lenta decadencia del reino de Navarra y con ella, y como siglos después sucediese en toda España, las dinastías francesas. En 1512 Navarra, cuya independencia había sido respetada hasta por el mismísimo Fernando el Católico, sera definitvamente integrada en España por un ejército castellano reclutado ¡curiosamente! entre guipuzcoanos, vizcaínos y alaveses. El pacto con Francia muñido a espaldas de las Cortes navarras y con la exclusión de los reyes navarros por el Papa Julio II, oficializó la integración de Navarra en España manteniendo, eso sí, sus Fueros. Así llega Navarra plenamente integrada en España hasta el siglo XIX, que es cuando Navarra dejó de ser Reino para integrarse jurídicamente con su actual statu-quo, derivado de los Fueros de 1839 y de la Ley Paccionada de 1841.
Navarra es, pues, la cuna de España. Si la fagocitan los separatistas vascos, España morirá, Y esa es una posibilidad cada vez más cercana teniendo en Pamplona un alcalde filoetarra de Bildu. Esperemos que el capote de San Fermín nos quite de encima ese toro.