El archipiélago de las Islas Filipinas está sometido a frecuentes catástrofes naturales debido a la dispersión de sus numerosas islas (algo más de 6.000) y de las corrientes cálidas procedentes del sur, que atacan estas islas con frecuentes vendavales y terroríficas lluvias. Sin duda, uno de los peores tifones que se recuerdan en el mundo tomó el nombre de Yolanda en estas islas debido a su tradicional relación con la lengua española, que todavía se habla muy frecuentemente en las islas principales como Luzón, Cebú y Leyte.
Con bastante frecuencia, las familias tradicionales de Filipinas se expresan en su casa en español, aunque lo hagan en inglés en la calle o en alguno de los múltiples dialectos (tagalo, visaya, chabacano, etc) que se usan entre ellos. El español es una lengua de prestigio que utilizan los Ayala, los Zóbel, los Picornell, los Preysler, los Aquino, y tantas otras familias que viven allí.
Es lógico que así sea puesto que los españoles llegaron a estas islas a mediados del siglo XVI en la expedición que organizó Miguel López de Legazpi desde México, logrando en 1575 la conquista de los principales puntos del archipiélago gracias a los esfuerzos del marino Juan de la Isla, el capitán Juan de Salcedo, el cartógrafo Miguel de Urdaneta, e incluso, el dominico Domingo de Salazar, que fue el primer obispo de Manila.
Desde aquellos instantes la relación con España fue continua. Los españoles construyeron un barrio al lado del río que se llamó Intramuros y todavía subsiste con su fortaleza y su catedral, y que se rodeaba de poblados filipinos y chinos en su entorno. Desde allí se expandieron para la construcción de numerosas iglesias, colegios y fortificaciones desde Luzón hasta Mindanao, creando plazas y calles en lo que habían sido agrupamientos disformes de poblados.
El comercio hizo florecer a estas islas gracias a los tratos de los españoles con la costa china de Tonkin y a través de ese comercio se logró que entraran en España la seda, la porcelana, las joyas y las culturas chinas.
Gracias al descubrimiento de Urdaneta, que encontró el viaje de retorno hasta México, empezaron los viajes del famoso galeón de Manila y desde Veracruz salieron para España, al menos una vez cada año, barcos cargados de joyas orientales, vestidos de seda y los famosos mantones de manila, que en realidad eran mantones chinos vendidos por los sangleyes (comerciantes chinos) a los barcos españoles que fondeaban en Tonkin.
Desde el siglo XVI hasta finales del siglo XIX era habitual que las mujeres españolas llevaran mantones de manila y menos habitual, pero también frecuente, que en los palacios de la aristocracia madrileña existiera un cuarto adornado con figuritas orientales, instrumentos musicales y porcelanas, al que se llamaba chinoiserie.
La vertebración de Filipinas con España fue la que permitió también que la Capitanía General de Manila organizase la expedición de Conchinchina en pleno siglo XIX (1858–1862) que hubiera propiciado un asentamiento permanente en Asia que sirviera de protección de las islas tan lastimosamente perdidas en el desastre de 1898.
El triste recuerdo de la pérdida de las islas dio lugar a varios libros y una excelente película llamada Los últimos de Filipinas que contenía una extraordinaria canción que todavía se escucha allí con el título de Yo te diré.
Es preciso decir que los recuerdos de España se encuentran por todas partes a pesar de que los EE UU se empeñan en borrarlos. Los filipinos quieren sus iglesias antiguas, sus catedrales, su Cruz de Magallanes, su Basílica del Niño Jesús, y tantas otras maravillas que se construyeron tras la conquista. En la actualidad, el Casino Español de Manila o el Club de España de Cebú, son puntos de reunión permanente entre viajeros españoles y españoles residentes allí desde hace muchas generaciones.
Por todos estos motivos es preciso ayudar a Filipinas en esta terrible catástrofe que ha dejado varios miles de muertos y cientos de miles de personas en la mayor desolación. La Agencia de Cooperación Internacional Española (cuyo presupuesto ha sido recortado en un 70%) apenas ha podido aportar un millón de euros que es una cantidad irrisoria para una catástrofe así. Sin duda los filipinos necesitan mucho más. La ayuda civil debe imponerse a la de un Gobierno débil, que gasta con facilidad millones de euros en visitas internacionales y no puede después cumplir con sus obligaciones humanitarias.
Los filipinos, callados guardianes de los hilos de nuestras tradiciones, se lo merecen, ciertamente. Son un pueblo que, a pesar de haber pasado más de un siglo sin nuestra protección y ayunos ahora de nuestro apoyo, todavía nos quieren y se expresan y viven muchos de ellos dentro de una fe, unas creencias, unas leyes y un idioma que se deben a la conquista de los mejores españoles de otros tiempos.
*Pedro J. de la Peña es escritor y profesor titular de la Universidad de Valencia.