El Gobierno catalán tiene un Consejo Audiovisual que es un panóptico del antinacionalismo. Tras escudriñar los medios críticos, llegan a la conclusión de que éstos han cometido “infracciones muy graves”, como es la de “fomentar el odio y desprecio” hacia Cataluña. No es verdad, claro. ¿Qué haría el nacionalismo sin la sinécdoque, sin identificar el todo con la parte? Es una pretensión totalizante, si se quiere evitar otra expresión. Lo otro, el otro, no existe. O no debería existir.
Más. El CAC acusa a estos medios de “relacionar la sociedad, las instituciones y los procesos políticos de Cataluña o del Estado, incluidas las personas que forman parte, con movimientos, regímenes o actitudes totalitarias que se banalizan”. Es decir, que el CAC está muy preocupado con que los medios banalicen las actitudes totalitarias. ¡Pero si les conceden el máximo honor de asociarlas nada menos que con el prístino e inmarcesible nacionalismo catalán! Por otro lado, considerar nacional socialismo al nacionalismo socialista puede considerarse un error perdonable, que para esto no conceden ni un milímetro a la metonimia. Se ve que la sinécdoque es nacionalista, y la metonimia forma parte de la “caverna mediática”. Aunque mis profesores nunca me advirtieron de ello. Es, dicen, una infracción gravísima, un pecado de lesa patria jugar con la idea de que, también en Cataluña, ¿por qué no?, dos más dos suman cuatro.
Lo cual nos lleva al tema principal, que es el odio. Las opiniones no nacionalistas, erradas según ellos, podrían moverles a la risa, como cuando un niño interpreta el mundo con su escueto acervo de ideas. O a la compasión ante las ideas de un loco o un ignorante. Pero, por algún motivo, los nacionalistas no tienen sitio para la compasión. Tampoco para la risa. No tienen payasos. No quieran jugar con ventaja mentando a Tardá; hablo de la voluntad de hacer reír. Boadella no tiene cabida en su Cataluña.
No. Es el odio. Son los términos que manejan, y son los que achacan a otros medios. Alguien personal o políticamente equilibrado podría pensar que las opiniones contrarias a uno están motivadas por una interpretación distinta de lo que debe ser, del bien. Los nacionalistas (no son los únicos), ven detrás del disidente una cepa de odio; la paja y la viga.
Todo ello es fruto de una cadena de errores. Tener opiniones contrarias al nacionalismo no fomenta el odio hacia él, necesariamente. Además, todos tenemos el derecho a odiar cuanto nos plazca, allá cada uno con su bilis. El derecho a odiar debería ser reconocido universalmente; es injusto considerarlo exclusivo de la idiosincrasia del nacionalismo catalán. La preocupación del CAC por la paz de nuestra alma es excesiva; se sale de lo que razonablemente puede caer en la responsabilidad de una administración pública. Pero de nuevo emerge la voluntad totalizadora.
Fomentamos el odio, pero el suyo, no el de terceros, por el grave pecado de no pensar igual.