Si hemos de creer a las encuestas, es bastante probable que las urnas del 20 de Diciembre configuren una única mayoría parlamentaria viable, la formada por la suma de los escaños del Partido Popular y de Ciudadanos. Las otras posibles combinaciones o bien no alcanzarán el número de diputados necesario o no serán factibles en términos de afinidad ideológica. Por consiguiente, de acuerdo con las declaraciones de Albert Rivera, salvo en el caso de que su partido sea el más votado y le corresponda por tanto la presidencia del Gobierno, la formación naranja apoyará la investidura del ganador de la carrera electoral si se cumplen unas condiciones esenciales en cuanto al programa a aplicar, a saber, unidad nacional, mejora de la calidad de nuestras instituciones y nuestra democracia, erradicación completa de la corrupción, prioridad de la educación, reordenación del modelo territorial para dotarlo de eficiencia y racionalidad y limpieza de la Administración de estructuras inútiles y redundantes.
Es un planteamiento lleno de lógica y de responsabilidad, pero queda un punto en el aire que no es precisamente baladí. En el caso de que el Partido Popular entre el primero en la meta, ¿aceptará Ciudadanos a Rajoy como jefe del Ejecutivo o, al igual que hizo en Andalucía exigiendo como requisito previo la desaparición de la escena de Chaves y Griñán, pedirá al PP que proponga otra persona para ser investida? Hay argumentos a favor y en contra de esta maniobra y el hacedor de reyes deberá sopesar muy cuidadosamente lo que haga al respecto.
Si Ciudadanos se pliega sin rechistar a que Rajoy siga en La Moncloa por otros cuatro años, su papel como campeón de la regeneración se verá seriamente comprometido porque al fin y al cabo el SMS Luis, sé fuerte, los papeles de Bárcenas y las noticias abundantes sobre financiación ilegal del PP están muy presentes en la mente de los españoles. Asimismo, los rumores sobre nuevas y tremendas revelaciones en torno a documentación todavía oculta en poder del extesorero proliferan y van ganando volumen y tono a medida que se acerca la fecha de las elecciones. En este mismo contexto y en el terreno simbólico, el actual presidente del Gobierno encarna todos los vicios de nuestra partitocracia que Ciudadanos ha proclamado que viene a eliminar, la venalidad, la politización de la justicia y de los órganos constitucionales y reguladores, la debilidad frente al separatismo, el clientelismo, el amiguísimo, el saqueo del presupuesto y la colusion de lo público y lo privado. Rajoy pertenece plenamente a la generación que ha ido transformando el régimen del 78 en el adefesio explosivo y despilfarrador que es hoy nuestro Estado y que ha llevado a la Nación al borde de su disolución. Su mantenimiento al frente del Gobierno sería interpretado como conformismo, o, peor aún, como complicidad con un tinglado que la ciudadanía rechaza ampliamente y que percibe como obsoleto.
Pero también es cierto que el intento de vetar a un candidato a la Presidencia que millones de votantes hayan apoyado podría ser interpretado como arrogancia y falta de espíritu democrático. Cabría la posibilidad, incluso, de que el PP se enrocase protegiendo a su cabeza de filas, lo que abriría un periodo de inestabilidad y en el límite nos abocaría a nuevos comicios con consecuencias imprevisibles. Tal como sucede siempre en política, sea cual sea la posición que adopte Ciudadanos en este espinoso asunto, el éxito o el fracaso dependerá no tanto del qué como del cómo, de los argumentos que se esgriman para justificar la decisión y de la manera de presentarlos ante la opinión.
El futuro de Mariano Rajoy no está nada claro y sobre él planean oscuras incertidumbres. Ahora bien, dada su proverbial afición a la indefinición brumosa no hay que descartar que esté disfrutando de la nube de incógnitas que le envuelven. O no.