La primera semana de Trump nos abrumó a todos, amigos y enemigos. Entró como un huracán en la Casa Blanca, con la mano acalambrada de firmar órdenes ejecutivas a cada cual más audaz, como si temiese que aquella misma primera noche, o al día siguiente, el próximo tirador fuera más afortunado por unos centímetros.
Venía a cambiarlo todo, de arriba abajo, una versión soberanista y aceleradísima del célebre dictum de Alfonso Guerra, para dejar Estados Unidos que no lo reconociera ni la madre que le parió. O, precisamente al contrario, para que Estados Unidos fuera reconocible para los Padres Fundadores, para que se pareciera todo lo posible a lo que soñaron los firmantes de la Declaración de Independencia.
Y, sin embargo, buena parte de las políticas estrella han acabado como el rosario de la Aurora o, al menos, se están desinflando a toda prisa.
No hay paz en Ucrania. Trump no sólo anunció en campaña repetidamente que él iba a poner fin a esa guerra en sus primeras 24 horas de mandato; es que lo repitió en su primer discurso. Pero la paz parece más lejana que nunca, la propia Administración amaga con tirar definitivamente la toalla y el conflicto tiene todos los visos de acabar como suelen hacerlo las guerras: con la victoria militar de una parte y la rendición incondicional de la otra.
El DOGE de Musk, que ya ha abandonado la aventura, ilusionó a los americanos y puso verdes de envidia a millones de europeos ante la perspectiva de que, al fin, por una vez, un Estado pudiera deshacerse de tanto gasto inútil, de tanto despilfarro insostenible: la primera administración moderna sometida voluntariamente a una dieta severa.
Los intereses creados pudieron más, con unos jueces ideologizados puestos en pie de guerra contra la idea de acabar con el derroche público. Amarga ironía: muchos expertos calculan que la Administración Trump acabará su primer año fiscal con más, no menos gasto.
Las deportaciones masivas fueron otro fuego de artificio. Tom Homan, el ‘zar’ de la frontera, parecía el producto genuino: un tipo duro, de mensajes tajantes y condescendencia cero con el politiqués al uso. Y, bueno, vimos algún vídeo efectista de unas docenas de criminales extranjeros desembarcando en San Salvador, pero incluso a un marero de Salvatrucha, maltratador doméstico por más señas, querían traerlo de vuelta los jueces financiados por Soros. El goteo de deportaciones es tan decepcionante que, al ritmo actual, se tardarían varias décadas en completar el trabajo.
La guerra arancelaria, que empezó con una ‘blitzkrieg’ espectacular, también ha perdido fuelle en poco tiempo, con un Trump cambiando a la baja casi a diario los porcentajes. No se ha publicado la esperada Lista de Eppstein, y hasta el nuevo jefe del FBI, Kash Patel, que hasta ayer sacaba pecho asegurando que iba a sacar toda la basura de la desprestigiada agencia, dice ahora que Eppstein se suicidó, algo que no cree nadie en Estados Unidos.
La buena noticia es que nada de todo eso es lo relevante de Trump. Ningún observador de cabeza fría esperaba que tanta fanfarronada sobre soluciones inmediatas a problemas enquistados desde hace décadas fuera revelarse mágicamente cierta. Seguro que a Hércules se le dio cierto margen cuando emprendió sus célebres siete trabajos.
El gran papel de Trump es el de cambiar el guion, es el de anunciar que es posible. Y eso lo está logrando.