En 1914, cuando estalló la primera guerra mundial, la opinión pública española se dividió con vehemencia: aliadófilos, es decir, partidarios de la alianza entre Francia, Inglaterra y Rusia, y germanófilos, que eran los partidarios de Alemania, el Imperio austrohúngaro y el imperio otomano. Los primeros decían defender la libertad y la democracia y el progreso de la civilización, aunque Rusia era cualquier cosa menos una democracia y las libertades en Francia y en el imperio británico distaban de ser ejemplares. Los segundos enarbolaban las banderas de la tradición y la cristiandad, aunque Alemania no era menos moderna que Inglaterra y el imperio otomano, por su parte, era la negación misma de la cristiandad. Pero cuando el mundo se divide en dos, todo matiz es sospechoso, así que nadie se detuvo en esas minucias. Germanófilos contra aliadófilos, pues. Y los españoles dirimieron sus diferencias con una intensidad que no excluyó las peleas a bastonazos en los casinos de cualquier capital de provincia o en el mismísimo Ateneo de Madrid.
Las élites españolas, en general, fueron partidarias de entrar en la guerra al lado de los aliados. No exactamente por amor al progreso de la civilización, como decían los intelectuales del momento, sino porque Francia e Inglaterra eran los principales socios (y, con alguna frecuencia, dueños) de la oligarquía industrial y financiera del país. Fueron enormes las presiones internas para entrar en una guerra que en aquel momento todos preveían rápida y expeditiva. Finalmente, la cruda realidad se impuso: el jefe del Gobierno, que era Eduardo Dato, hizo cuentas y constató que no teníamos medios humanos ni materiales para asumir la empresa, que lo esencial de nuestra fuerza armada estaba empantanada en Marruecos y que pensar en una participación bélica en Europa era pura ilusión. Por eso España fue neutral. La neutralidad disgustó a mucha gente, empezando por el Conde de Romanones, cabeza del partido liberal, muy vinculado a los intereses económicos franceses y partidario acérrimo de entrar en guerra junto a los aliados. Tanto le disgustó, que hizo publicar en su periódico, El Diario Universal, un artículo escrito por él mismo y firmado con una X que a nadie engañó. Neutralidades que matan, se titulaba (y a Dato, ciertamente, le matarían después, aunque por otros motivos).
La guerra, contra todo pronóstico, se estancó, se prolongó un año tras otro, consumió cantidades ingentes de hombres y material, y los industriales españoles encontraron un mercado inagotable de carbón, hierro, cuero, harina… Grandes fortunas crecieron a la sombra de aquella guerra. Tanto se exportó, que en el interior del país los precios subieron desmesuradamente y apareció la carestía y, enseguida, las convulsiones sociales, pero el negocio continuaba. En el frente (o, más bien, en la retaguardia), muchos de nuestros intelectuales ejercían como corresponsales de guerra escribiendo crónicas que hoy no es posible leer sin vergüenza ajena por parciales y maniqueas, pero que venían a envolver en una eficaz retórica (liberal) el gran negocio de la guerra.
Todo esto no se supo entonces (o, si se supo, no se contó). La opinión se dividía en función de consignas emocionales mientras, por debajo, se movía el dinero. Hoy sí lo sabemos. Era el dinero, al cabo, lo que movía el compromiso aliadófilo del Gobierno español. Ayer como hoy, ninguna guerra se entiende sin descubrir dónde está el dinero. Con esto no quiero decir que la economía sea siempre determinante: en la historia, normalmente, las cosas nunca ocurren por una sóla causa. Pero la economía forma parte de la lucha por la hegemonía, de manera que es imposible entender cabalmente un proceso (por ejemplo, una guerra) si prescindimos del factor económico.
Curiosamente, en los discursos públicos sobre la guerra de Ucrania se suele prescindir del elemento económico. Sólo ahora ha empezado a saltar al debate púbico con la apuesta abierta de Trump por los minerales del suelo ucraniano. Y sin embargo, el elemento económico ha estado ahí desde el principio, aunque nadie lo dijera: la ambición rusa de no perder la cuenca industrial del Dombás, las enormes inversiones occidentales en la riqueza agraria de Ucrania, los enjuagues del clan Biden con la gasística Burisma y, después, el acuerdo de 2023 con BlackRock para gestionar los fondos de reconstrucción del país y el pacto del pasado enero entre Zelenski y Starmer para que Inglaterra controle los minerales ucranianos… contra la pretensión de Trump.
La guerra de Ucrania no es sólo una guerra económica, pero sin este factor económico no se entiende el sistema de alianzas que ha generado, la abierta divergencia entre los intereses del «mundo Biden» y los del «mundo Trump», la insistencia inglesa en que la guerra continúe y, por lo mismo, la tenacidad rusa en no dar un paso atrás. Tal vez desde esta perspectiva se entienda mejor el insólito espectáculo de estos últimos días. Si una paz es posible en Ucrania, tendrá que ser previo reparto de la riqueza del país en unos términos que dejen lo menos insatisfechos posible al mayor número posible de agentes. Todo lo demás (la defensa de los «valores occidentales» o la lucha contra la degeneración woke) sólo es la cobertura retórica de esos otros intereses materiales; una cobertura con la suficiente fuerza emocional como para mantener al público enfrentado a bastonazos, al igual que en la España de 1914, mientras los hermanos mayores, en la mesa principal, mueven las piezas en el tablero de la gran carnicería.
¿Y España, hoy, qué? En España, hoy, no parece haber nadie con poder que mire hacia Marruecos, como se hizo entonces. Tampoco nadie que haga un balance realista de lo que somos, de lo que tenemos y de lo que carecemos, y ponga por delante el interés nacional. Pocos se atreven a decir «neutralidad». Muchos, por el contrario, amenazan con el «neutralidades que matan», como Romanones. Sin duda algunos de ellos lo hacen con la mejor voluntad. Pero en otros muchos casos, es imposible no pensar que tal vez trabajan para los mismos que entonces. Aunque esto, como ocurrió en 1914, sólo lo sabremos mucho después.