«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Hughes, de formación no periodística, es economista y funcionario de carrera. Se incorporó a la profesión en La Gaceta y luego, durante una década, en el diario ABC donde ejerció de columnista y cronista deportivo y parlamentario y donde también llevó el blog 'Columnas sin fuste'. En 2022 publicó 'Dicho esto' (Ed. Monóculo), una compilación de sus columnas.
Hughes, de formación no periodística, es economista y funcionario de carrera. Se incorporó a la profesión en La Gaceta y luego, durante una década, en el diario ABC donde ejerció de columnista y cronista deportivo y parlamentario y donde también llevó el blog 'Columnas sin fuste'. En 2022 publicó 'Dicho esto' (Ed. Monóculo), una compilación de sus columnas.

Hacer la cena

8 de marzo de 2023

Hemos visto convertirse el 8M en una fiesta de guardar y luego dividirse. Por un lado, las «biológicas», por otro las trans, como mods y rockers un poco a la greña. Se divide el Frente Judaico de Liberación, y siempre es un pequeño placer cuando eso ocurre.

Era de esperar. Tanta emancipación ha llevado a liberalizar y democratizar la propia condición de mujer, ¿no es eso lo que se hace con todo? ¿De qué se quejan las feministas? ¿Qué querían, la puntita del progreso nada más?

Ante cualquier cosa, lo progresista es liberalizarlo y democratizarlo y eso ha pasado con la condición de mujer, lo que irrita tanto a las «biológicas» que en realidad sólo querían otra cosa. Y lo que querían está resumido en un cántico, siempre lo mejor del 8M: «Manolo, la cena te la haces tú solo», grito perfecto, de sólida rima interna y gran precisión política. Ahí estaba formulado el enemigo, que en este caso es amado-enemigo.

Eso eran las feministas, las mujeres de Forges saliendo de la viñeta y querían, con su gran maternalismo, que el maromo se hiciera la cena, cosa que nunca pasó. Porque se pasó al malcomer precocinado y al malvivir, aunque los hombres callaron ante esa reivindicación feminista que venía patrocinada por el Estado, metido al fomento de paridades.

Pero sí hubo una contestación. Sí hubo alguien que reaccionó. Un lobo solitario. Un loco genialoide. Un ser singular. Un maestro sin discípulos. 

Sucedió en Galicia, en una concentración feminista ya entrada la noche. Cantaban ellas «El violador eres tú» cuando, de repente, un grito las interrumpió. Un señor con acento de Lugo: «A casa ya, que hay que hacer la cena».

Se formó un silencio espeso. Una mezcla de novedad y estupor. Y un aliado, varón feminista, fue el primero en reaccionar: «¡Gilipollas!» con esa musicalidad deliciosa como cuando el ayudante de Caneda le decía a Gil eso de «eres un hijo de p…», dando a la palabra llana en su sílaba acentuada (po o pu) un patetismo hondo, desgarrado, lacrimoso, como de gaita, como si fuera una esdrújula pero más cerca del fin, creando una sensación de desconsuelo y dramatismo irremediable…

¡Pero es que el grito lo merecía! El que mandó a las feministas a cenar había ido, en un momento de insensatez, más lejos que nadie. Eso fue una performance sonora, un acto político que ¿no merecía acaso ser fundacional? No tuvo continuación pues en España el genio creador vive incomprendido por la masa. 

Pero retrocedamos. El grito de ese señor respondía a la pancarta dedicada a Manolo. Digamos que el señor gallego personificaba el contraataque de todos los Manolos al reto político de hacerse la cena. Esa fue toda la batalla que dio el patriarcado.

Era el centro del debate: quién hace la cena al llegar de trabajar. Y no qué es ser mujer. No la identidad de género sino la responsabilidad de la tortilla francesa (que tampoco es tanto, ¡no exageremos!). Pero ahora las biológicas y las TERF ya no se pueden quejar. El progreso es lo que tiene. Repetimos: si liberalizamos el hacer la cena, ¿por qué no el ser mujer?

Pero nos interesa Manolo. Nadie piensa en Manolo. ¿Qué ha sido y qué será de él con estas mujeres emancipadas? Su condena no es sólo tener que calentarse una menestra. Su condena es ser superado en el trabajo, perder la presunción de inocencia, caer en el «incelato» por un mercado sexual imposible y la más que probable inutilidad biológica total…

Pero todo empezaba en la cena, en quién ha de hacer la cena. Un amigo mío se quedará en casa preparándola porque su mujer irá a la manifestación. Es un admirable hombre moderno, pero los que no lo son tanto… ¿no sienten, aunque crean intelectualmente en la igualdad, una especie de libertad interior y de regocijo íntimo con el «a casa a hacer la cena»? Ese Espartaco gallego de Manolos, ese liberador masculino consiguió encerrar con concisa brutalidad la voz machista llevándola mucho más lejos que el «qué horas son estas» de Vargas Llosa.

Es una barbaridad. Lo sabemos. La mujer no está para hacernos la cena, pero… ¿por qué sentimos que en el fondo, muy en el fondo, ese hombre tenía razón? ¿Por qué (no estando de acuerdo) no podemos renunciar a pensar que había sabiduría ahí? Es como si les estuviera advirtiendo: se empieza por renunciar al delantal y se acaba debatiendo la propia condición femenina. Cuando ser mujer consistía en hacer la cena al varón, ¡ahí no había tortas por ser mujer! ¡Ahí nadie quería serlo!

Por eso, en ese grito no sólo hay cerrazón masculina (aunque deliciosamente gozosa, ensanchadora del espíritu, aunando mágicamente libertad y opresión), en ese grito también había una sabia advertencia a las propias mujeres: eso es lo que os pasa por liberalizar y democratizar vuestra condición.

Pero el disenso del señor gallego no tuvo continuidad. No ha habido más valientes. Imaginen a un hombre en una azotea madrileña con un megáfono, una avioneta publicitaria como esas que mandaba a las playas Ruiz Mateos o una gran pintada vandálica y un mismo mensaje en todas ellas: «A casa ya, que hay que hacer la cena». Un Grupo de Acción Machista así cada 8-M, bien coordinado, sería terrible, incluso sería abominable, no estamos patrocinando la idea, ni siquiera concebimos imaginarla, es más, ¡la condenamos ya preventivamente!

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