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Director de LA GACETA
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Harto de mis Goya

15 de febrero de 2024

Cada año asisto perplejo a esa chusca congregación de mamarrachos que es la gala de los Goya y, cada año, la visión me sobrecoge más que el anterior. Se superan. Tiene mérito. Digo que asisto no porque la vea, mucho menos porque me inviten —ni lo quiera Dios—, sino porque resulta difícil esquivar el bombardeo de fotos y vídeos que escupe ese aquelarre de propaganda. Imposible cuando uno se dedica a esto de los periódicos y las revistas.

Defiende el profesor Rodríguez Braun que «la redistribución de la riqueza no se hace de ricos a pobres sino de grupos desorganizados a grupos organizados», y bien lo saben quienes montan y disfrutan la fiesta del cine español, que tiene más de lo primero que de lo segundo y casi nada de lo tercero, para hacer de ella un método endogámico y autocomplaciente de recaudación de impuestos.

La gala de los Goya es un sarao en el que unos profesionales se reparten sus premios y, ante todo, un chantaje. Una forma de coacción a los políticos que se dejan y un compendio tedioso y machacón de lecciones de unos señores incapaces de mantenerse sin el dinero de los demás. Portavoces de sí mismos que corren hacia los micrófonos para exigirnos, regañarnos y darnos la turra sobre lo que ellos consideran historia, amor, política o cine, que suele ser al cine de verdad lo que mi lista de la compra a la literatura.

Es agotador. Lo son la fiesta anual y el pago diario a un gremio superpoblado por presuntos artistas, probados mantenidos, que se vale del glamur trasnochado y la coacción ideológica para pasar el cazo. Un grupo organizado al que no puedo admirar mientras ignora a Garci como maltrató a Landa o López Vázquez. Una casta parasitaria a la que no quiero respetar cuando calla ante el asesinato de dos guardias civiles a manos del narcoterrorismo, confirmando así que en años anteriores utilizó tantas tragedias en su beneficio.

Estoy harto de mis Goya. De pagarlos. De dedicar mis impuestos a la doble mentira del cine español, mientras sus beneficiarios pontifican sobre la sanidad y la educación públicas o Almodóvar presume —gracias, Pedro— del retorno de la inversión forzosa que hacemos en sus películas. No recuerdo que nadie me preguntara si quería mantener la fiesta eterna del cine o si prefería costear las juergas de otras artes o la de, qué se yo, el gremio de los encofradores, que como todos los gremios no está tan organizado como el de los actores, directores, guionistas et al.

Claro que las salas vacías, que es tanto como decir el éxito que ignora sus creaciones, no determinan qué es arte ni talento. De igual modo que tampoco lo hace la cuantía millonaria de las subvenciones ni el ego impostado y ortopédico de la mayoría de quienes desfilan por esa alfombra rojísima en la que se ve demasiado de todo. Sambódromo de lo estrafalario, histriónico y feo sin rastro de belleza, bondad ni Verdad, rasgos de lo sublime, es decir del arte.

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