Alrededor de la mesa de conferencias estaban sentados nueve tipos con camisetas ajadas y cedidas. Siete de ellos llevan tatuados en los antebrazos el nombre de alguien o de algo, quizá de su perro, en letras élficas. Cinco llevaban gafas de sol. De repente, Frank Darabont entró sacudiendo la manilla de la puerta, sonrió de costadillo y se sentó en la cabecera de la mesa aullando: “Sois el mejor equipo de guionistas que hay en Hollywood”. Los nueve tipos sonrieron y dos se quitaron las gafas de sol.
Darabont se puso de pie, se echó hacia adelante, apoyó los puños en la mesa y sonrió: “Necesitamos que la quinta temporada de The Walking Dead sea la mejor de todas. Vamos, chicos. Olvidáos del tebeo de Kirkman. Necesitamos algo que el público no olvide, no sé, tíos, algo que haga que Breaking Bad parezca la jodida casa de la pradera”.
Los nueve rieron. Darabont sonrió: “Venga, chicos, tormenta de ideas. Lo primero que se os ocurra… A ver, tú, el nuevo” –dijo Darabont señalando a un tipo mediano con el pelo cortado hacia adelante y un pendiente en la oreja.
El nuevo se ruborizó, tamborileó con los dedos sobre la mesa cinco segundos hasta que habló: “Eh, uh, se me ocurre que, bueno, eh, podría haber un grupo de supervivientes que tuviera la idea de que los zombis, eh, ah, merecen ser respetados, quiero decir, uh, tratar de vivir en armonía con ellos porque, uh, la carroña también tiene sus derechos, quiero decir, un nuevo modelo de convivencia, que los zombis, ah, en democracia, tengan su espacio…”.
Darabont ladeó la cabeza como un cocker, murmuró algo y al fin, dijo: “Bueno, chicos, os dejo que sigáis con esto… Venga, ideas, ideas, ideas… Sois los mejores”.
Darabont salió cerrando la puerta despacio, sacó el móvil, marcó un número y susurró: “Linda, sí, soy Frank. Ya, no, oye, hay que despedir al nuevo guionista. No, no sirve, no veas qué caraja mental tiene. Eh, no, Linda, no me acuerdo de su nombre. Ese al que llaman el vasco…”.