«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.
Julio Ariza. Empresario. Su campo de emprendimiento, inversión y trabajo han sido los medios de comunicación, en donde comenzó con la renovación de Radio Intereconomía en 1996. Posteriormente fue ampliando el grupo Intereconomía con una televisión y una cabecera de prensa, La Gaceta, que evolucionaron hasta ser medios digitales. Actualmente, Julio Ariza lidera Intereconomía TV, que ha pasado a denominarse El Toro TV, y como autor de Rebelión en la Granja
Julio Ariza. Empresario. Su campo de emprendimiento, inversión y trabajo han sido los medios de comunicación, en donde comenzó con la renovación de Radio Intereconomía en 1996. Posteriormente fue ampliando el grupo Intereconomía con una televisión y una cabecera de prensa, La Gaceta, que evolucionaron hasta ser medios digitales. Actualmente, Julio Ariza lidera Intereconomía TV, que ha pasado a denominarse El Toro TV, y como autor de Rebelión en la Granja

Por una historia verdadera

14 de abril de 2011

Rose Parks viajaba en uno de esos autobuses donde las personas de raza negra sólo podían ocupar los asientos de atrás… Ella no había encontrado hueco y se había sentado en uno de los delanteros, reservados a los blancos. Cuando un hombre blanco la requirió para que se levantara, Rose se negó. La cárcel fue su siguiente destino. Luther King asumió su defensa y años después el Tribunal Supremo le dio la razón: la lucha contra la segregación racial había ganado una importantísima batalla. Corría el año 1955 –no estamos hablando del siglo XVI o el XVII–, y todavía los negros no podían usar en los hoteles de Nueva York el ascensor de los blancos, ni sentarse en los bancos de Central Park. Pocas personas en la América de aquellos años habrían oído hablar de las leyes de Burgos que Fernando El Católico había promovido en 1512, en las que se consagraba el reconocimiento de los indios como hombres libres y se penalizaba severamente cualquier tipo de abuso.

Probablemente el paso del tiempo y, sobre todo, la maravillosa capacidad del mundo anglosajón para vender las maravillas de su propia historia, han ocultado la grandeza de las monarquías hispánicas, cuya conciencia moral, rectamente formada, constituía un eficaz freno a las pasiones de sus coetáneos. La deformación de la historia, su falseamiento, no es asunto nuevo. Ni la contumacia de unos hechos irrefutables ha sido capaz de limitar el afán reduccionista, maquillador, simplificador o directamente manipulador de tantos y tantos historiadores constituidos en meros sicarios de ingenieros sociales al servicio de camarillas de poder. La verdad no debe estropear sus proyectos; y, dado que la capacidad de aprender no es infinita, ¡qué más da si sólo ponemos la lupa de nuestro conocimiento en los hechos que nos interesan y silenciamos aquellos que contradicen nuestras tesis! Recientemente, sacamos nuestras cámaras y micros a las calles de Barcelona. La pregunta que lanzábamos era sencilla: “¿Dónde comunicó Colón a los Reyes Católicos el descubrimiento de América?”. Nueve de
cada diez barceloneses desconocían que el encuentro del descubridor con Isabel y Fernando acaeció en el corazón de la Ciudad Condal. La necesidad que sienten las élites nacionalistas en Cataluña de opacar los hitos mas sobresalientes de nuestra historia común es el patético epílogo de una mentalidad relativista donde la verdad se convierte en una rareza defendida por ofuscados e intolerantes.

En ese intento, a la larga siempre fallido, de reconstruir el pasado al gusto del pseudohistoriador de turno, las tergiversaciones de algunos sobre la Segunda República constituyen un verdadero paradigma. En pocos episodios de nuestra historia los dirigentes de un país han causado tanto daño a su pueblo, impulsados en este caso por el viento liberticida del comunismo soviético. No hay lugar en estas líneas para enumerar, ni siquiera de forma sucinta, los lamentables comportamientos de los políticos socialistas, patrimonializando primero la realidad republicana y posteriormente corrompiéndola. Sus mentiras, robos y crímenes constituyeron una declaración de guerra: la Guerra Civil.

MI admirado G. K. Chesterton ponía en labios de un monje medieval la historia de aquel pueblo reunido en su plaza principal en torno a un farol. El debate entre el gentío se acaloraba por momentos: algunos protestaban porque habían instalado un farol metálico, pues lo preferían de madera; otros clamaban contra el gas, pues lo querían de aceite; muchos protestaban de su excesiva altura.

Entonces alguien entre la multitud lanzó una piedra y rompió el farol. Y concluía flemático el monje: “Y lo que discutían a la luz de la lámpara tuvieron que discutirlo a oscuras”. El cuento de Chesterton recrea metafóricamente la manera que hemos tenido los españoles de abordar nuestras diferencias. Releerlo siempre me produce una enorme desazón. Media España se bate perpetuamente a garrotazos, como tan bien lo plasmase Goya, contra la otra media. ¡Qué verdad es que el egoísmo y la envidia han sido los eficacísimos obstáculos a un proyecto español de libertad, unidad y prosperidad! El documentado libro de Roberto Villa El precio de la exclusión, sobre las elecciones de noviembre de 1933 no deja lugar a dudas de hasta qué punto nunca existió una legitimidad republicana; sin embargo, 80 años después, muchos son incapaces de aceptar la verdad histórica y creen poder proyectar sus mentiras hacia el futuro, arriesgándose a cometer los mismos terribles errores, propiciando de nuevo semejantes enfrentamientos. La fundación que dejó Rose Parks, la humilde modista negra de Alabama, patrocina el programa “Pathways to Freedom” (“Caminos a la libertad”), con autobuses que recorren, cargados de adolescentes, lugares relacionados con la historia por la lucha por los derechos civiles en los Estados Unidos. Quizá los españoles deberíamos estar obligados también a hacer nuestro propio periplo por los hitos de nuestra historia desnuda, sin aderezos ni interpretaciones. Pero tendremos que asegurarnos de que la izquierda no haga con nuestra historia lo que le hicieron con unos frutos secos los ancianos que abarrotaban un autobús al conductor del mismo. Una de las abuelitas se levanta, se acerca al conductor y le ofrece un puñado de cacahuetes sin cáscara. El conductor, sorprendido, le da las gracias y se los come encantado. Unos minutos después, la abuelita repite la acción, él se lo vuelve a agradecer y se los come. Al cabo de unos cuantos puñados, el conductor, extrañado, le pregunta: “Abuelita, muchas gracias por los cacahuetes, pero, ¿no cree que sus compañeros abuelitos pueden también querer unos pocos?”. “No, joven –responde la abuelita–. ¡Como no tenemos dientes, a nosotros sólo nos gusta chuparles el chocolatito!”.

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