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Ayer, a las cinco de la tarde concluía el plazo de 48 horas que dio la alcaldesa de Madrid, Ana Botella, a las empresas de limpieza viaria para asegurar los servicios mínimos, que durante los 11 días de huelga no habían llegado ni al 70% de lo pactado. Una hora después, el concejal de Medio Ambiente, Diego Sanjuanbenito, ponía en marcha las medidas anunciadas por la alcaldesa: primero denunciaba en los juzgados el incumplimiento de los servicios mínimos y, acto seguido, firmaba el acuerdo con Tragsa. Entre tanto, empresas y sindicatos seguían reunidos –al cierre de esta edición– para llegar a un acuerdo que solucionara el conflicto e hiciera innecesaria la intervención de Tragsa prevista para hoy.
Unos por otros y las calles sin limpiar. Ese podría ser el resumen de un conflicto perfectamente evitable y en el que todas las partes implicadas han hecho gala de una gran falta de sensibilidad cuando no de una incompetencia manifiesta. En primer lugar, el propio Ayuntamiento, que fue el que activó el conflicto con los recortes y no ha sabido estar a la altura en ningún momento, mostrando la deficiencia de la ya proverbial incapacidad para comunicar del PP y mostrando un aparente desentendimiento, como si por el hecho de haber confiado la gestión de la limpieza a unas empresas privadas eliminase todo asomo de problema de índole política, distanciándose del aspecto laboral del conflicto.
La actitud de los sindicatos, a los que les asistía todo el derecho a declarar el conflicto, no se ha ajustado a lo que se espera de unas instituciones responsables en unos tiempos críticos como los actuales. Por no se sabe qué extraña razón los sindicatos convocantes de esta huelga piensan que la crisis que golpea a todos no debe afectar al servicio de recogida de basuras y se han lanzado a una huelga salvaje que no sólo ha afectado a la salubridad pública sino también a la imagen de España. Y los empresarios, en fin, no han hecho sino encender los ánimos de los trabajadores con propuestas extremas, porque eso es y no otra cosa lo que han hecho las concesionarias al reducir desde la cifra inicial de 1.134 a 296 el número de despidos previstos.
Los ciudadanos de Madrid deben felicitarse porque de una u otra manera las calles de la capital volverán poco a poco a la normalidad. Pero el conflicto vivido ha sido un despropósito tal que ha evidenciado una vez más la necesidad de una ley de huelga que asegure el mantenimiento de los servicios esenciales de la comunidad y garantice que ese derecho en defensa de los intereses profesionales de los trabajadores no se utilice arteramente para secuestrar a la ciudadanía, cuando no como instrumento de agitación política contra un Gobierno legítimo. Pero regular la huelga, por desgracia, no entra dentro de los planes de nuestra clase política.