Como la mayoría de los europeos criados en la órbita socialdemócrata hegemónica en nuestro entorno durante al menos los últimos cuarenta años, crecí imbuido de un repudio casi instintivo hacia la guerra. Gritar «No a la guerra» era alinearse, sin mayores exigencias, en el lado de los irreprochables. Te deparaba, además, un confort añadido: te eximía del deber de buscar argumentos. Había como una coacción subterránea, implícita, frente a la tentación de opinar diferente. Con independencia de la complejidad de los hechos, décadas de repetir las mismas consignas habían fomentado el gusto por la pereza mental, la somnolienta preferencia por un pensamiento miméticamente plano.
El rechazo de la guerra era, pues, algo consustancial a la mentalidad del europeo medio. Cabe recordar que, en el transcurso del siglo XX, Europa había sido devastada por dos contiendas de una intensidad destructiva desconocida en la historia. Se consideró necesario, por parte de las élites que acometieron su reconstrucción, el olvido de los valores fuertes. Patria, religión, incluso familia se juzgaron nociones revestidas de una excesiva contundencia. Además, la creciente prosperidad ayudaba a la consolidación de un régimen de vida cada vez más relajado. Era el momento del disfrute hedonista, de las revueltas florales, del descrédito de la autoridad. Una épica autogratificante, en suma; una epopeya de andar por casa.
Esta pedagogía biempensante —encubridora a su vez de una forma subrepticia de chantaje que expulsaba a los realistas políticos del ámbito de la civilidad— no tardó en dar sus frutos. El pacifismo se convirtió en uno de las bazas propagandísticas del sistema. La paz, casi siempre en abstracto, rara vez contemplada bajo el prisma de una situación real, era una de las más preciadas señas de identidad del europeo arquetípico. Lo que no era obstáculo para que, de tanto en tanto, se diera pie a alguna de esas situaciones esquizoides tan frecuentes en toda sociedad propensa a abrazar una moral de conveniencia: mientras los ejércitos aliados bombardeaban Belgrado, Bagdad o Trípoli, los iconos de nuestra cultura pop nos bombardeaban a nosotros con sus incansables arengas cordiales, sus manifiestos perfumados de ira fraterna, sus publicitarias proclamas antimperialistas desde el corazón de una privilegiada geografía cuya defensa sigue siendo sufragada por el dólar.
No había en ello ninguna novedad. Clausewitz, a comienzos del XIX, ya lo había avisado: «Las almas filantrópicas podrían imaginar, claro está, que quizás hubiera una manera ingeniosa de desarmar y deshacer al adversario sin derramar demasiada sangre y que ése sería el verdadero arte de la guerra. Por deseable que tal cosa parezca, es un error que hay que poner de manifiesto. En un asunto tan peligroso como la guerra, los peores errores son precisamente los que causa la bondad».
Educándolas en las dulzuras del pensamiento Alicia y en la promesa de un porvenir de bienestar eterno, los políticos europeos extirparon de las generaciones más jóvenes el aprecio por su legado cultural y el interés por sacrificarse en su defensa. A la vez, y con el propósito de llenar el vacío que ellos mismos habían creado, impusieron una doctrina sustentada en conceptos vaporosos: deslumbramiento acrítico por lo diverso, apertura de fronteras y una adoración simplista de la paz. Y ahora, cuando la realidad golpea bajo la forma de divisiones acorazadas rusas en territorio ucraniano, esa misma clase dirigente —entre la que hay incluso quien, como nuestro inefable presidente de Gobierno, defendió en su día la supresión del Ministerio de Defensa— pretende que la ciudadanía responda a la causa de la movilización con una adhesión palpitante. Pero, ¿en nombre de qué?
La retórica belicista tendrá ganadores inmediatos: todos aquellos que van a sacar tajada de la operación de rearme que, sin previa consulta a la ciudadanía, nos llega con su kit de supervivencia incorporado. Y tendrá perdedores: los ciudadanos que sufragarán dicho rearme a través de un nuevo expolio impositivo. No se prevén, salvo alguna que otra coreografía testimonial, protestas masivas ni indignados manifiestos de repulsa por parte de los habituales centinelas del progresismo ilustrado. Porque mientras la Unión Europea sigue comprándole a Putin el gas y el petróleo con el que financia su invasión, los guardianes de nuestra conciencia —en realidad, los ángeles custodios de los intereses de la oligarquía que hasta ayer mismo hacía negocios con los plutócratas del Kremlim— han comprendido que, en la tesitura actual, el silencio es la opción más conveniente.