Me parece que estamos asistiendo en directo a la muerte de una nación: Inglaterra. No me refiero a ese constructo político-económico que se llama Reino Unido de la Gran Bretaña. Éste probablemente seguirá existiendo —al menos, un tiempo— aupado sobre los poderosos intereses económicos de sus élites, su condición de potencia nuclear y su papel geopolítico de alférez de Washington. No, hablo de la Inglaterra histórica, esa que, por recuperar la fórmula de Luis Suárez, creó con España, Francia, Italia y Alemania la idea misma de Historia Universal. De Gaulle y Franco compartían muchas cosas además de su condición castrense, y una de ellas era que veían los movimientos de las naciones en términos históricos: por eso tanto el uno como el otro no hablaban nunca de la Unión Soviética, sino de Rusia, y del mismo modo, no hablaban nunca del Reino Unido o de Gran Bretaña, sino de Inglaterra. Porque Inglaterra, la nación inglesa, fue indudablemente el motor de la expansión británica por el mundo, la potencia hegemónica desde el final de las guerras napoleónicas hasta la Segunda Guerra Mundial, la que impuso su sello a toda una forma de entender la vida, la política, la economía y hasta las costumbres. Pues bien: uno mira a la Inglaterra de hoy y sólo puede constatar que ha muerto.
Muerta, sí. No puede interpretarse de otra manera la pasividad de la sociedad inglesa ante las conmociones que la han sacudido recientemente. Tanto en el asunto de la red de violadores de Rotherham como en el caso del asesino de Sothport hemos asistido a un guion semejante: crímenes horribles cometidos por gentes cuya identidad y motivaciones han sido cuidadosamente ocultados por las autoridades para no parecer «racistas». Frente a esa actitud oficial de silencio en el primer caso y de ocultación en el segundo, la reacción social ha sido rápidamente neutralizada por el discurso ideológico del poder. En un paso más allá, el gobierno ha dictado medidas muy precisas de represión de la opinión pública, penas de cárcel incluidas. Y enfrente, nada. Es como si nada realmente sólido uniera a quienes son objetivamente víctimas de esa situación, que no son otros que los ingleses. De vez en cuando nos llegan vídeos semiclandestinos de pequeños grupos, esencialmente juveniles, que se toman la justicia por su mano. Pero, al margen de eso, no parece haber ya en esa sociedad vigor alguno para levantarse frente a un poder que protege al delincuente antes que a las víctimas, y que no le protege por ser delincuente, sino por ser extranjero. Cuando una sociedad entra en una degradación así, sólo cabe concluir que está en fase terminal.
En un texto de hace un par de años, el Instituto Juan de Mariana calificaba al Reino Unido como una «democracia multiétnica exitosa». En esos mismos días, por cierto, una especie de golpe de estado financiero forzaba la renuncia de la premier Liz Truss, que había llegado al poder sin votación popular, y era reemplazada por Rishi Sunak, igualmente al margen de los procedimientos democráticos. El hecho es que el mencionado estudio subrayaba —no sin cierto papanatismo anglómano— la capacidad del Reino Unido para integrar a gentes de cualquier origen. Pues bien: no es verdad. Por supuesto que existen casos muy notorios de gentes de origen extranjero perfectamente integradas en el sistema británico (la familia del propio ex premier Sunak, por ejemplo), pero la norma general, allí, es que la integración sea muy limitada. ¿Por qué? Porque el modelo escogido por Gran Bretaña es el llamado «multiculturalismo», que, como se sabe, pone el respeto a la cultura de origen por delante de las exigencias de integración. Cuando ese modelo se aplica a culturas alérgicas a la integración, el conflicto termina siendo inevitable. Hoy en el Gran Londres el porcentaje de población de origen extranjero supera ampliamente un 40%. Lo mismo sucede en otros grandes centros urbanos. En Birmingham, por ejemplo, un 22% de la población es musulmana. Los musulmanes en el Reino Unido son algo más de 4 millones en una población total de 68 millones, pero lo decisivo no es eso, sino la evidencia de que, en muchos casos, su fidelidad a la nacionalidad británica retrocede ante su fidelidad a la comunidad musulmana a la que pertenecen. Desde las últimas elecciones puede hablarse abiertamente de un auténtico «lobby musulmán» en el parlamento. Basta escuchar a sus líderes (con frecuencia, muy jóvenes) para constatar que la continuidad histórica de Inglaterra les importa un bledo.
En realidad es el multiculturalismo lo que ha matado a Inglaterra. Es esa idea perfectamente contradictoria de que es posible construir una identidad política sobre la base de extinguir la identidad cultural propia para que quepan las identidades ajenas. Porque ocurre que la pretensión de extinguir las identidades es, a su vez, una idea puramente occidental que no existe en ninguna otra civilización. La no-identidad es la fase última, suicida, de la identidad occidental. Suicida es la palabra exacta. Tanto que ese pueblo, domesticado por décadas de discurso multicultural y de culpabilización colectiva, es incapaz de reaccionar incluso ante las pruebas más atroces.
Al final la cuestión puede resumirse así: ¿es posible constituir una comunidad política cuando una parte sustancial de la misma no está interesada en que tal comunidad siga existiendo? La respuesta es no. Esto conduce a otra pregunta: ¿cómo hacer que todos los miembros de la comunidad se impliquen en la conservación de la misma? Y aquí la respuesta pasa necesariamente por proponer —léase imponer— una identidad política que esté por encima de la identidad originaria. En el caso inglés, es una evidencia que tal identidad apenas si existe ya, más allá de ciertos toques folclóricos. Y los demás europeos deberíamos mirarnos en ese espejo, el espejo de la muerte de Inglaterra, para aprender de los errores ajenos: o restauramos la identidad histórica de nuestras comunidades políticas o, sencillamente, desapareceremos. Porque, en efecto, ninguna comunidad puede sobrevivir si sus miembros no desean que sobreviva.