«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Sevilla, 1986. Periodista. Ahora en el Congreso.
Sevilla, 1986. Periodista. Ahora en el Congreso.

Ira de los dublineses

26 de noviembre de 2023

Miles de madrileños se agolpan en la Puerta del Sol para contemplar el encendido del alumbrado navideño. El bullicio colapsa el centro de la ciudad esperando a que el alcalde apriete el botón. Ese gesto, bendición del consumismo compulsivo y contemporáneo, abre una nueva ventana por la que Sánchez se cuela para sepultar la amnistía entre confetis, canciones vacías y anuncios de bombones. Una falsa euforia se abre paso, con la dosis justa de anestesia, para que olvidemos los problemas cotidianos.

El estreno de las luces de Navidad es un acto solemne que se emite en directo por televisión. Hay incluso un escenario con presentadores que repiten las frases propias del solsticio de invierno, todo muy new age. «La energía positiva se contagia», dice la conductora del evento. Después interpela a los miles de madrileños en Sol a los que dice qué tienen que responder —como los payasos de la tele hacían con los niños— cuando les pregunta cómo se encuentran. «¿Cómo está Madrid?» y el público, obediente, contesta: «Bieeeeen». Luego un revoltijo de manos pulsa el interruptor y la euforia desborda a la presentadora. «Uuuuuhhh, feliz Navidad, comienza la magia». 

Efectivamente un rato después llega la magia. 12 millones de luces encendidas en toda la ciudad (¡que se entere el alcalde de Vigo!, parece decirle Almeida a Abel Caballero, acaso el PP sólo compite con el PSOE en folclore) dan paso a los machetazos que se propinan bandas latinas en la misma Puerta del Sol. Las fiestas paganas, claro, también tienen sus ritos. 

Para que no digan que Spain is different, al Black Friday le precede una semana negra en otros lugares de Europa. En Irlanda las únicas luces que iluminan estos días son las de las barricadas que los dublineses, cansados de que les llamen racistas o islamófobos, encienden contra el penúltimo caso aislado: un inmigrante de origen magrebí (tan irlandés como James Joyce, diría Ayuso) apuñala a cinco personas, entre ellas a una mujer y tres niños, uno de ellos, de cinco años, en estado crítico. La respuesta de la calle retrata a las élites: Irish lives matter.

Los que protestan son blancos, católicos y bebedores de cerveza negra, lo que les convierte en white trash (basura blanca). Para ellos, como para los «deplorables» votantes de Trump en palabras de Hillary Clinton, no hay compasión. Su dolor no existe. Si ese niño irlandés muriese ni siquiera habría minutos de silencio en los estadios, lazos negros en las cadenas de televisión, ni jugadores de la NBA o la liga inglesa arrodillados antes de cada partido. 

La reacción oficial (¡hay que ver lo que se parecen los portavoces policiales de todo el mundo!) es un coro que interpreta una pieza mil veces escuchada. No nos precipitemos, no podemos valorar este incidente como acto terrorista, parece que el ciudadano tenía problemas mentales… Occidente pulsa el botón y pone en marcha el protocolo habitual después de cada atentado yihadista para acostumbrar al ciudadano autóctono al nuevo paisaje multicultural que la modernidad le ha regalado. Los hechos dublineses no son aislados. 

En Francia la policía arrestó hace unos días a nueve pandilleros por el apuñalamiento mortal de un adolescente francés en un ataque por motivos raciales en Crépol. Si el móvil del crimen fue racista, ¿por qué esta noticia no ha dado la vuelta al mundo como la de George Floyd? Ah, es que Thomas, la víctima de 16 años, era blanco. Otros chavales, los que pudieron escapar, revelaron que los asesinos expresaron su deseo de «matar a los blancos».

Europa es un polvorín que aún no ha saltado por los aires por un único motivo: la prensa. Los medios ponen el foco en la ultraderecha y la islamofobia, espantajos que se han cobrado la friolera de cero muertos. Los magnates de la comunicación juegan un papel decisivo generando confusión al servicio del proyecto mundialista que aspira a que las naciones tengan cada vez menos soberanía y su identidad sea disuelta en el magma multicultural. Así, leemos que la violencia y la intolerancia campan a sus anchas por las calles de Dublín o Madrid cuando sus pueblos son apuñalados en sentido literal o figurado.

Por eso también nos dicen que está mal rodear la sede socialista. A Ferraz no se puede ir porque es populista y antidemocrático. Lo dicen los medios y lo repite el PP, tal es el grado de penetración del síndrome de Estocolmo que padece que la única vez que los suyos rodearon una sede fue la propia para apoyar a Ayuso frente a Casado. En Ferraz, por cierto, ha aparecido un nuevo elemento: banderas irlandesas con la inscripción «NN» (noviembre nacional) incorporada a la franja blanca. La causa irlandesa no suena lejana, sino que es asumida por manifestantes españoles (Revuelta) hartos de que la clase política europea tema más la reacción tras un atentado yihadista que al propio ataque terrorista. 

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