La semana pasada, en la Extremadura, especialmente en el caso de la provincia de Cáceres, que se desangra demográficamente, se aprobó, con el único voto en contra de VOX, la declaración del estremeñu como Bien de Interés Cultural. La feliz idea partió de Unidas por Extremadura. En una comunidad autónoma con tan gran peso del funcionariado, el bien lo será, con toda probabilidad, para quienes se ocupen de preservar dicha lengua o, por mejor decir, neolengua, por más que sus defensores se hayan dedicado estos días a evocar a Gabriel y Galán y otros literatos de la región.
En la España autonómica, las señas de identidad, singularmente, las lenguas vernáculas, llamadas propias, frente al impropio e impuesto español, a menudo reducido a la condición de castellano, justifican puestos de trabajos, secretarías, lanzamientos editoriales, dietas, sueldos, en definitiva. Así, en los últimos años, el negocio idiomático regional se ha ido ampliando con el fortalecimiento de lenguas como el cántabru, el asturiano, el llionés, el aragonés, el extremeño. Un ejercicio deliberado de faltas de ortografía se puede contemplar en los blancos muros de Sevilla. Andaluz, le llaman, y no ha de faltar un pícaro capaz de rentabilizar las haches aspiradas o la mutilación de las eses.
Confieso que la irrupción del extremeñu me ha sorprendido por motivos vitales. Hijo de cacereña, toda mi familia materna es, o más bien, fue, extremeña. Siempre, salvo en algún vocablo o expresión concreta, entendí perfectamente a mi abuela Catalina. A lo sumo, en su habla aparecía un veleí… Pasado el tiempo, a la luz de esta novedad, pudiera ser que hablara extremeñu y que yo haya sufrido una inmersión lingüística doméstica cuyos efectos me habrían llevado, incluso, a no percibir rastro alguno de este idioma en las Cartas de Relación que el metellinense Hernán Cortés escribió de su puño y letra. Ironías al margen, el artefacto extremeño no es más que un nuevo producto que, de manera mimética a lo que ocurre en otros lugares, servirá para aumentar distancias entre españoles, entre aquellos que disponen de una lengua franca como el español, con el que pueden moverse por todo el mundo.
La casualidad ha querido que, casi coincidiendo con el nuevo estatus dado al extremeñu, el viveño Javier Cercas, el cacereño Cercas, de tan exitosa carrera literaria, haya tomado posesión del sillón «R» de la RAE. La noticia ha sido difundida por TVE. En una fugaz entrevista, el cacereño ha afirmado, en relación a la lengua, la española, que se trata de «la principal riqueza de la que disponemos los españoles y los hispanohablantes». No contento con una afirmación que, sin duda, ofenderá a los usuarios de las lenguas originarias, el escritor ha señalado a los políticos, pidiéndoles que sean conscientes de ello y obraran en consecuencia.
Las palabras del Cercas, que en su momento confesó sentirse estafado, al comprobar, que pese a sus esfuerzos integradores, nunca alcanzó el estatus de catalán. En su inicial ingenuidad, el extremeño creyó, vana ilusión, ser capaz de despojarse de su condición de charnego. Sin embargo, el tiempo le ofrece ahora una inmejorable ocasión para el desquite. Sentado en la silla «R», de rebeldía, también de reaccionario, condición que, sin duda, le atribuirán muchos de los que han escuchado sus palabras, Cercas puede señalar, con la seguridad que otorga tal reconocimiento, a los políticos concretos, con nombres, apellidos y siglas, que impiden que en muchas escuelas españolas se enseñe en español.