Hoy hace veinte años que murió san Juan Pablo II, o sea, que fue su dies natalis, como alegremente llamamos los católicos a la muerte. Es su cumpleaños de vida celeste, y todavía es un adolescente de eternidad, por tanto.
Pero no todo es celebración, al menos en esta orilla. Es increíble lo poco que ha pasado desde su partida y cómo ha variado todo. Aunque apoyándonos en Heráclito el Oscuro, que dijo que el camino de ida era el mismo camino de vuelta, y en la experiencia histórica, eso mismo es un signo de esperanza. También la llegada al Solio de Juan Pablo II cambió muchas cosas de golpe y a mejor. Y mucho de entonces permanece, dando fruto, dentro de la vida de la Iglesia.
Los ritmos de la historia son sincopados e imprevisibles. El caso paradigmático es el reinado de los Reyes Católicos, que heredaron una España desunida y destrozada por guerras civiles que la Corona no conseguía sino azuzar. Con la ayuda inestimable del Cardenal Cisneros en veinte años dejaron puestas las bases para la primera nación moderna de la Historia y para el mayor Imperio Católico del mundo. Nadie lo hubiese dicho antes. El mismo Juan Pablo II fue un icono. Su papado tuvo momentos de una gran brillantez doctrinal, como la aprobación del Catecismo de la Iglesia Católica de la mano del Cardenal Ratzinger o cuando señaló los errores de la Teología de la Liberación o el alumbramiento de la teología del cuerpo, que reafirmó la doctrina de la santidad de la vida conyugal.
Incluso más allá de tantos logros concretos, su legado fue el tono general de novedad (aunque tradicional y eterna). Juan Pablo II trajo a la Iglesia Católica y a la juventud de entonces la vivificante sensación de que se pasaba a la carga y que los complejos quedaban atrás, muy atrás. Nos situó en la vanguardia frente a las cosmovisiones que querían arrinconar la fe. Quien lo probó lo sabe. Su papado supuso un cambio de marea en el océano de la Historia. Tras su paso, ya no era la Iglesia la que necesitaba un aggiornamento, como se dijo, sino el mundo el que debía poner en hora su reloj con el mensaje eterno de Jesucristo.
Por eso, cuando se dice que el comunismo fue derrotado por Thatcher-Reagan y el Papa, no se exagera. Se conjugaron la autoridad de la Iglesia con el poder del Imperio, digamos, para reconquistar medio mundo a la libertad y a la dignidad personal de sus ciudadanos. Esa conjunción fue esencial y, ante la fuerza de Wojtyla, a nadie se le ocurrió preguntar entre risitas cuántas divisiones de tanques tenía el Vaticano.
Echar de menos aquella audacia espiritual no implica ningún ejercicio de estanca nostalgia ni parar el análisis político en tiempos de la guerra fría. El juego conjunto de la autoridad moral —que nace de la fidelidad a Cristo— y del poder —que cree en la libertad y en la justicia— es capaz de embridar los ritmos del mundo. Conviene recordarlo aunque sean ahora otros sus retos y sus desafíos.
Las lecciones del papado de Wojtyla son muchas y en muchísimos ámbitos, desde la teología, pasando por el arte y la filosofía hasta la comunicación, pero todos los recorre un vendaval de esperanza, una confianza en la bondad, una desvergüenza asentada en el coraje y en la compasión. Que san Juan Pablo Magno ruegue mucho por nosotros. Y en especial por los que fuimos sus jóvenes, para que como él, ya tan mayor, no perdamos nunca ni el empuje ni la alegría ni el fervor mariano.