Ya desde hace unos años, el Madrid parece dispuesto a manejar dos materias poco frecuentes, dos bienes de lujo: el Tiempo y la Gloria. Sin ironía alguna. La presentación de Mbappé emulaba la de Cristiano Ronaldo quince años atrás. El Madrid se cita, se repite como un supersticioso, se ritualiza, se hace homenajes, solemne y ceremonioso, se festeja a sí mismo como un marido detallista.
Cuando llegó Cristiano era el regreso de Florentino y lo mejor que habíamos conocido eran Los Galácticos. El Madrid había levantado Valdebebas, la ciudad deportiva, y un modelo que se desmoronó. Tenía solo nueve Copas de Europa.
Quince años después, son quince (I have measured out my life with Champions Leagues…), ha cambiado el estadio, y se ha perfeccionado otro modelo que ya sí lidera el mundo del deporte. Antes el Madrid pagaba con millonadas, ahora «paga con gloria».
Tiempo y Gloria. La autorreferencia en un hilo circular, inacabable, «eterno», como gusta repetir a Florentino; el Madrid vive en su Historia, la Gloria es entrar en ella, meterse en ella como estrella o sentir su resplandor, el regocijo como aficionado.
En la presentación de Mbappé lo que se celebraba era el fichaje mismo. Ni las futuras conquistas ni los logros del fichado. Son dos amantes ahítos. El logro era estar juntos, haber llegado; Florentino alzaba la mano del jugador como un boxeador, y la emoción afloraba en la madre (para eso están) al recordar los años perdidos, la lucha por llegar.
Si a Cristiano lo recibió Di Stéfano, a Mbappé lo reciben Pirri y Zidane, otra vez este con sus característicos pantalones por encima de los tobillos. Le habíamos visto por última vez el día de la final, también así. Zidane vive en un mundo flotante, divino, y se nos aparece de vez en cuando con pantalones de pescador, como un Juan Bautista.
La presentación fue exactamente lo esperado, pero esa es la gracia. «Saca la plata, JAS, que vienen las visitas». Las quince copas en el césped y en el Nessun Dorma, que se deberá ir estirando para que vayan entrando las siguientes. Confiamos en el fiato de Pavarotti. Al final sonó el himno nuevo, olvidado ya el de las Mocitas, que debería al menos usarse para el fútbol femenino, aunque en su letra las mujeres solo vayan a ver «a su Madrid» y no a vestirse de Quincoces.
Florentino habló mucho y al hacerlo, suavísima su auctoritas, con un convencimiento ya no corporativo sino religioso, sentimos una sensación familiar. Gran, único paterfamilias. Él siempre dice lo mismo, casi podríamos repetirlo palabra por palabra, aunque como buen empresario gusta de innovar. Los jugadores ya no han nacido para jugar en el Madrid. Ya no son elegidos a los que el Madrid decide comprar rompiendo el mercado. Ahora son jóvenes que «cumplen su sueño». Son ellos los que fichan por el Madrid. Son ellos los que deciden subir por la escalera del «esfuerzo y los valores» a coger su estrella. Ellos se elevan, y el Madrid está ahí para ellos, como un empíreo: gracias por venir, Kylian, te aceptamos; ya siempre estarás con nosotros, en este mundo paralelo donde nada se pierde.
Los que llenaban el estadio eran niños felices que venían del Viva España y volvían al Hala Madrid, con un verano por delante. Dentro de quince años quizás vuelvan a escuchar algo parecido, algo que hayan vivido ya. Muchas cosas habrán cambiado, algunas seguirán exactamente igual.