Ocho años después ha vuelto a suceder. Todas las encuestas aseguraban su derrota. Casi todos los periodistas, cantantes, actores, cómicos y demás sacerdotes de nuestra época se reían de él. Casi todos los gobiernos del mundo, sobre todo los que presumen de democráticos, anunciaron su rechazo por adelantado. Muchos partidos supuestamente de derechas, como nuestro PP, le condenaron. Muchas de las figuras históricas de su propio partido le dieron la espalda. Todo el universo parecía conspirar contra él. Pero ha vuelto a vencerlos a todos. Aunque sólo fuese por su energía y determinación, y sin necesidad de compartir sus opiniones, Trump es un hombre tan imprevisible como admirable. En español tenemos una hermosa expresión para denominar este tipo de personas: don erre que erre. A lo que hay que añadir su viril reacción al balazo que le rozó la cabeza. La viva imagen de la tenacidad y la valentía.
Tras su contundente victoria, todos anuncian poco menos que el fin del mundo. También lo hicieron en 2016 y el mundo no se acabó, pero no parece que hayan aprendido nada. Y los autoproclamados campeones de la democracia, los idólatras del infalible pueblo, de repente se indignan porque la democracia ha fallado y el pueblo se ha equivocado. La democracia y la voluntad del pueblo tienen que ser las que ellos decidan.
Trump pretende reindustrializar su país promoviendo el regreso de grandes fabricantes que en décadas pasadas se instalaron en otros continentes en busca de mayores beneficios. Lo mismo que desean los gobernantes de muchos países europeos. Propone garantizar la seguridad de las fronteras y eliminar una inmigración ilegal fuente de enormes problemas económicos y sociales. Lo mismo que han comenzado a anunciar a regañadientes varios gobernantes europeos, Pedro Sánchez incluido. Pero si lo propugnan ellos está bien, mientras que si lo propugna Trump está mal. He ahí la diferencia entre pertenecer al privilegiado club de los progresistas bienintencionados y errar por las oscuras regiones de la malvada ultraextremaderechona.
También propone acabar con la corrupción de lo que denomina «Estado profundo» para impedir que los poderes fácticos — económicos, mediáticos, políticos o militares — lo utilicen para ilegales fines particulares en vez de para el bien de la nación. Mejor no lo habrían podido enunciar aquellos izquierdistas nuestros que presumían de que iban a acabar con la casta privilegiada hasta que los billetes les convencieron de que era mucho más cómodo convertirse también ellos en casta de enchufe, chófer y chalé.
Trump y su equipo han puesto sobre la mesa, por primera vez en décadas, graves asuntos apartados del debate por el pensamiento único, como la desquiciada cizaña woke que ha hartado a millones de ciudadanos de todos los colores, el aborto y las locuras de la ideología de género, que tantos estragos ha causado sobre todo entre las mujeres y los niños. «Abuso de menores», lo llama el recién elegido presidente.
Pero no hay que olvidar que, además de la izquierda, ha habido otro gran perdedor: el viejo aparato del Partido Republicano, los Bush y compañía y su guardia pretoriana de neoconservadores. Porque estos exizquierdistas — extrotskistas, para ser exactos — desembarcaron hace ya algunas décadas en el partido del elefante para, según no se cansan de denunciar Pat Buchanan y otros republicanos tradicionales, poner patas arriba su programa y convicciones. Insuperables globalistas, los neoconservadores, que gozaron de su momento de gloria sentados a la derecha de Bush junior tras el 11-S, consideran que los USA gozan de una superioridad moral que les permite imponer regímenes de su gusto en todo el mundo, incluso mediante la fuerza. En su opinión, existen unos principios ahistóricos, supranacionales, que deben sustituir a las tradiciones de todas las sociedades, y los USA son el gendarme mundial legitimado para implantarlos por doquier.
Tras la guerra de Afganistán llegaría la de Irak, agitada mediante unas armas de destrucción masiva inventadas. Trump ha calificado aquella guerra como «la peor decisión de nuestra historia» por haber desestabilizado Oriente Medio por una causa cuya falsedad conocían tanto los republicanos como los demócratas. Colin Powell, secretario de Estado con Bush junior, fue el principal engañador, mientras que la demócrata Nancy Pelosi confesó años después que, sabedores del engaño, no lo denunciaron porque compartían con los neocons sus planes bélicos.
La faceta más revolucionaria y antisistema de Trump — antisistema de verdad, no como esos neobolcheviques de té con pastas que constituyen el corazón mismo del sistema aunque ni siquiera se hayan dado cuenta — probablemente sea su oposición frontal a los neoconservadores. Como declaró hace unos meses sobre la guerra ruso-ucraniana, «necesitamos la paz sin demora. También tiene que haber un compromiso de desmantelar por completo la estructura neocon que nos empuja continuamente a guerras sin fin con la excusa de la lucha por la libertad y la democracia más allá de nuestras fronteras mientras aquí nos convierten en una dictadura tercermundista».
El tiempo dirá si todo esto llega a buen fin o si se queda en palabras huecas por voluntad propia o por impotencia. Pero el nuevo presidente estadounidense, como bien saben sus enemigos, representa una seria amenaza para demasiadas entidades, instituciones y personas tanto en su patria como en el mundo entero. Y esas entidades, instituciones y personas no se caracterizan por su escaso poder.
En los próximos cuatro años se va a jugar una peligrosa partida de ajedrez con el mundo como tablero. Que los hados sean benévolos con los hijos de Adán.