Sánchez estaba blanco y agitado, como un Martini seco, que diría Wodehouse. Blanco nuclear. Blanco de avisar al médico. Blanco como Pepiño el día que leyó en la prensa que repostaba en Guitiriz. Blanco como autónomo al ver que llega el día 20. Blanco mutando a la transparencia. Blanco subiendo al patíbulo. Blanco enjalbegado. Blanco, blanquísimo, blanquérrimo. Blanco pluscuamperfecto.
Y fíjate lo que es la vida. Que está blanco porque sabe que su futuro es negro. Pero negro Vantablack. Negro definitivamente apagado. Negro boca de lobo, túnel en curva, apagón venezolano. Negro trompetista. Negro que antecede a la nada más absoluta. Negro depresión, carbón de nuevo carbonizado, accidente en la mina. Negro que te quiero negro. Negro de WhatsApp.
No hay en él un atisbo de buena salud. Un gesto de vida. Una gota de cordura en la mirada. No queda nada del tipo que se las daba de humilde, que un día apareció en las redes diciendo «el lunes cojo mi coche para recorrer de nuevo todos los rincones de España y escuchar», que lo acababan de echar a patadas de la secretaria general del PSOE, lo único inteligente que hizo ese partido en los últimos 20 años. ¿Y qué habrá sido del coche? Aquel Peugeuot negro, qué casualidad. Lo vendió en 2018, dicen, y se le perdió la pista hace unos meses. Qué pena. Es historia de España. Historia negra de España.
Haría bien Sánchez en preguntar en los desguaces y hacerse con lo que quede del viejo Peugeout. Por aquello de la melancolía. Y por cerrar el círculo. Que mientras visitaba pueblo tras pueblo, vestido como un universitario talludito de clase media, haciendo más kilómetros que el baúl de la Piquer, le acompañaban en el periplo tres amigos, tres servidores, tres perdedores que luego han sabido, como él, cobrarse con creces la derrota: aquellos jóvenes, delgados y risueños José Luis Ábalos, Santos Cerdán, y Koldo García. Que no es por nada, pero debían de temblar de miedo los puticlús de la España de carretera al paso cansado del Peugeot con la tropa sanchista que aún no conocía sastre.
A veces Sánchez se hacía acompañar también de Adriana Lastra, con ella posó para Twitter el día en que dio a conocer al mundo que había sido padre de un humilde Peugeot, que asomaba detrás de la foto como diciendo «¿y si acelero, me marcho y dejo aquí a estos?». Luego a Lastra la arrojaron por la ventanilla de la política, como ha hecho Sánchez con todos sus leales; prueba inequívoca de líder inseguro, catástrofe segura. Y no hace mucho la rescató como delegada del Gobierno de Asturias, quizá porque Lastra se pasó por Antena 3 durante los cinco días de retiro, reflexión, y enamoramiento imputado de Sánchez, para hacer unos pucheros y decir con los ojos vidriosos: «Yo misma le he visto quebrarse». Conmovedor: «Lleva diez años soportando calumnias y esta gota ha colmado el vaso».
¿Diez años? Lastra, por el amor de Dios, que en 2014 los únicos que podían calumniar a Sánchez eran los tuyos, porque fuera de Ferraz no lo reconocía por la calle ni el mismísimo dueño de las saunas gays de Madrid. Y no me extrañaría, porque Rubalcaba, que en paz descanse, no veía nada claro lo de la banda del Peugeout, que fue el primero en calar a Sánchez, que en palabras que Iceta pone en su boca en el libro de Caño, dice que «no era socialista», sino «un radical de izquierdas».
También te digo que nada que venga de Iceta tiene credibilidad y que dudo mucho que Rubalcaba haya dicho semejante tontería. Apuesto lo que quieras a que Rubalcaba, malo pero inteligente, sabía bien que Sánchez no es nada, es un perfil ajeno por completo a la política, es falso como un comercial, y se habría abrazado a Dios o al diablo con tal de vengar las penurias del pasado y abrazar la vida de nuevo rico que hoy lleva. Que ha devenido en radical de izquierdas, que ha roto en Madurín con ribetes estalinistas, pero podía haber caído la pelota hacia cualquier parte del tejado. Digo más: en los corrillos de un acto que protagonizó Rubalcaba allá por el 2018, al hablar de Sánchez se le dibujaba en la cara la vivísima imagen de la desconfianza, y bajaba así la cabeza —pero no los ojos— como hacía él todo el rato, como diciendo «te voy a contar algo que nadie sabe», mientras repartía sal con las manos por platos invisibles. Lo sé porque yo estaba en aquel corrillo junto a él, y porque de puertas para dentro ni un solo socialista que no sea de su clan más íntimo ha defendido con convicción a Pedro Sánchez.
Recuerdo el enfado de Antonio Vega cuando le hicieron un disco homenaje, y a algún iluminado se le ocurrió titularlo «Ese chico triste y solitario», que el genio de Lucha de gigantes abrió los ojos como túneles y dijo, dicen, «su puta madre», o algo muy parecido. Que era el primer homenaje en el que insultaban al homenajeado en el título. Y lo recuerdo hoy porque al ver al chico del Peugeot blanco en su escaño —en su caso escoño—, que lo ha tirado todo por la borda por ambición, y por la ambición y los vicios caros de sus más íntimos, con los ojos caídos a ratos, y encolerizados a otros ratos, ya solo queda el título que no mereció el gran Antonio, el de ese chico triste y solitario, asediado por incompetencias y corrupciones, y con nadie, absolutamente nadie, en quien poder confiar. También te digo: no lo lloraré.