En un artículo de hace no mucho tiempo, la revista Jara y Sedal consideraba a los 750.000 cazadores españoles como una «línea de defensa efectiva» frente a una posible invasión rusa. En su afán expansionista, Putin podría no conformarse con poseer sólo una Siberia y querría añadir urgentemente a su lebensraum la otra, la extremeña. Las siberias, como los extremeños, se tocan. Es posible que ya estén estudiando su anexión desde el Kremlin, previo desembarco por la playa de Peloche. A mí todo esto me suena raro porque la misilística ha progresado una barbaridad y las conquistas lejanas representan un despilfarro de medios absurdo teniendo cabezas nucleares para someter al enemigo, pero ha dicho Mark Rutte que no hay alternativa: o soltamos la trufa y nos armamos contra el nuevo zar Vladimir o ya podemos ir apuntándonos a clases de ruso. Así que, efectivamente, una opción no muy costosa para contrarrestar el imperialismo putinista sería la de recurrir a nuestros cazadores llegado el momento.
No en vano son los sargentos de hierro de la dehesa, que es la jungla mediterránea; y también los perros de la guerra de robledales, jarales, piornales, umbrías y solanas. Han bebido más gin tonics, meado más vino de pitarra, echado más órdagos y exagerado más lances que todos nosotros juntos. Llevan muchos tiros pegaos y aunque no comen alambre de espino, se enfrentan a las migas que cocinan en algunos bares de carretera de la España vaciada y duermen en hoteles con suelo de mortadela. De vez en cuando, se toman un cubata en el club Pecadillo’s. Su forma física es casi lo de menos. Son duros. No haría falta mucho entrenamiento militar para transformarles en unos rambos de la sierra; listos para echarse al monte después de que les sean comunicados el cupo y las condiciones.
Sólo hay que ponerles un capitán de montería que, desde el capó de un Land Rover o en los salones de cualquier modesto restaurante de la submeseta sur occidental, diera las instrucciones pertinentes:
— ¡Señores, vamos a tanquistas, dronistas e infantería! ¡Tenéis derecho a tirar dos tanquistas por puesto! ¡Si entra un tercero bonito y os hace ilusión, le tiráis también, pero que sea algo excepcional! ¡La infantería libre, que está la mancha muy cargada!…
Después del rezo laico («¡Oh, Úrsula!, tú que estás en Bruselas, venga a nosotros tu reinado plutocrático, no nos dejes caer en el populismo y líbranos de la polarización, amén») tocarían los preceptivos vivas a la OTAN y a Rutte. Acto seguido, se daría paso a la salida de las armadas y se procedería a su colocación. El postor comunicaría lo de siempre al pobre montero:
— ¡Pues el año pasao, el que estuvo en este puesto tiró tres tanquistas y cinco infantes!
(Sensación de acongoje y gran responsabilidad).
Después de las ladras, los «¡jira, jira, jiraaaá!» y los «¡duro con él!» de los perreros, los tropecientos tiros y su correspondiente 30-40% de aciertos, sonaría la corneta, en lugar de la caracola, que anuncia el fin de la montería.
Antes de los cubatas, el flamenco, los autobuses de niñas fletados desde Madrid para la ocasión y el plato de cuchara, no es difícil imaginar los lances que se comentarían botellín en mano:
— ¿Qué has hecho? Yo, tres dronistas.
— Pues yo nada, macho. Eso sí, lo hemos pasado de pelotas porque hemos visto muchísimos infantes y tanquistas, pero todos corriendo por el viso… ¡Una putada, pero un gran día de campo!
En la crónica montera que se publicaría la semana siguiente: Magnífico arranque de temporada en El Alcornocal. «Debe destacarse el buen trabajo de los perros que dirigieron las carreras de los rusos hacia las posturas del río. Mención especial para el 3 del Tamujoso, que se hizo con tres tanquistas y cinco infantes».