Hay gente que esgrime la cruz como una cachiporra. Es lo que hizo —ignoro si deliberadamente— el cardenal Cobo en su homilía de Viernes Santo, en la catedral de la Almudena, al censurar a los que «convierten la cruz en estandarte de otras cosas». Como acabamos de vivir el infamante episodio de la entrega del Valle de los Caídos, con Cobo como principal protagonista, es evidente que la frase venía a reprobar a los que han atacado al cardenal precisamente por entregar la cruz. Porque, para Cobo, esa cruz sobre el Guadarrama no es propiamente tal, sino que es un «estandarte». Pues bien, Cobo tiene razón: la cruz del Valle de los Caídos es un estandarte. Pero ocurre que es el estandarte de los que defienden la cruz, y no sólo la del Valle, sino todas las cruces, porque todas ellas hablan de lo mismo: una civilización, una comunidad histórica, una identidad colectiva y, por supuesto, una fe. Y eso Cobo debería saberlo.
No es difícil ponerse en el lugar de Cobo. He conocido cardenales que querían —incluso desesperadamente— ser santos, pero nunca he conocido santos que quisieran ser cardenales. El oficio de cardenal, por definición, siempre está demasiado cerca del poder y sus servidumbres. Al fin y al cabo, es su función: la palabra cardenal, como se sabe, viene del latín cardo, que significa gozne, bisagra, y hace referencia al papel de cardenal como bisagra entre la suprema autoridad espiritual del papa y la realidad, bien terrenal, del gobierno de los fieles. Por decirlo en dos palabras, el cardenal es el que se mancha de barro para mantener lo más impoluta posible la túnica blanca del sumo pontífice. Es una tarea que necesariamente marca al que la ejerce. Algunos —Mindszenty, Nguyen, Gong Pin-Mei— alcanzaron la palma del martirio, pero no es lo más común. Lo más común es que la vida del cardenal transcurra con los pies sumergidos en el barro de los afanes humanos (demasiado humanos). Es muy fácil ironizar sobre estas cosas desde el moralismo ramplón del que ve los toros desde la barrera. El peso de la púrpura —estrictamente hablando— sólo se percibe cuando reparamos en que, al final, lo que está en juego es la supervivencia diaria de la Cristiandad. Esto Cobo lo sabe, sin duda. Pero, además, debería entender que eso que se llama Cristiandad no es sólo un sentimiento organizado en torno a un credo y sostenido por determinados instrumentos administrativos, sino que ante todo es una comunidad concreta de fieles que se reconoce en un símbolo. O sea, en un «estandarte».
Aquí la palabra clave es comunidad. Que no es sólo —en lo que al trabajo de un cardenal concierne— la comunidad espiritual de los creyentes, sino sobre todo una comunidad material de personas de carne y hueso. Esto es lo que confiere a la función del cardenal una dimensión política en el sentido clásico del término: polis. Desde el Concilio Vaticano II la Iglesia arrastra un problema que, aparentemente, no sabe resolver, y es el de su posición política. Normalmente se ventila el asunto con el fácil efugio de la separación Iglesia-Estado y la referencia al evangélico «dad a Dios lo que es de Dios, y a la César lo que es del César». Pero las cosas no son tan sencillas, porque la política no es sólo una geometría del poder y sus estructuras, sino que es sobre todo, y fundamentalmente, un pueblo y sus expectativas, sus anhelos, su identidad. En los últimos años hemos visto cómo la jerarquía eclesiástica intenta continuamente hacer abstracción de las circunstancias concretas que pudieran atarla a una comunidad histórica determinada: la Iglesia española no es la Iglesia de España, sino «la que peregrina en España», como si sus fieles igualmente pudieran peregrinar en Burkina Faso; las víctimas de la guerra civil no son tales, sino «víctimas de la persecución religiosa en el siglo XX», así, en general, como si hubieran muerto en Singapur y no en las chekas de Madrid o Barcelona, y así sucesivamente. Con eso pretenden, tal vez, liberarse de la pertenencia a una identidad material, no espiritual. Es comprensible, pero es un error, sencillamente porque no es verdad; porque no puede contarse qué es la Cristiandad sin contar qué y quiénes fueron y son los cristianos de carne y hueso. Lo cual, por cierto, incluye a esos evangelizadores de las Indias que tan mala conciencia despertaban en el difunto papa Francisco. E incluye también a los que dieron su vida por la cruz en la guerra civil. Esa cruz que, para ellos, era un estandarte.
Spengler dijo en algún lugar de su Años decisivos que el trono se equivocaba si creía que podría sobrevivir separado del altar. Tenía razón: hoy los tronos supervivientes no son más que una pantalla cosmética de otros poderes. Pero la viceversa también es cierta: el altar se equivoca si cree que puede sobrevivir separado del trono, vale decir de una comunidad política concreta, material, terrenal, que no es simplemente un espacio cualquiera de peregrinación y evangelización, sino que es un conjunto de vivos y muertos con sus nombres y sus apellidos, arraigado en un suelo, con una memoria común y una identidad compartida. Tal vez sea más fácil para algunos imaginar un escenario distinto, sin pasado, tierra virgen donde arrojar la Palabra para que germine, como en los primeros tiempos, sin otra pretensión política que un orden neutral que tolere la predicación. Pero todo eso es una ensoñación: hay una historia bimilenaria, hay unas gentes organizadas en comunidades políticas, hay un pasado común construido en torno a la cruz. Nadie le pide a la Iglesia que ocupe el lugar del poder político. Lo que se le pide es que no de la espalda a la comunidad política que la sustenta.
Claro que es un estandarte, cardenal. Claro que es un estandarte. Y porque ha sido y es un estandarte, Su Eminencia Reverendísima es cardenal.