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Abogado. Columnista y analista político en radio y televisión.
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La cultura del repudio

21 de julio de 2021

Hace unos días, en Bogotá, un grupo de indios misak intentó derribar el monumento a Isabel la Católica. Al poco tiempo, las autoridades decidieron retirar no sólo la estatua de la reina, sino también la de Cristóbal Colón invocando lo costosa que sería su restauración, en caso de que resultasen dañadas. Se trataría, pues, de trasladarlas para protegerlas. El caso es que ya no están donde solían. 

Es un episodio más de la “cultura de la cancelación” que azota a Occidente. Sin embargo, en paralelo a ese fenómeno de la condena de personajes y periodos históricos, hay otro del que se habla menos y que es su correlato. Me refiero a la “cultura del repudio”

En efecto, la cancelación es posible porque hay una condición que la posibilita: el autoodio que las sociedades occidentales han aprendido a través de las instancias de producción cultural desde el sistema educativo hasta la moda. Se presenta a nuestra cultura como la culpable última de todos los males del planeta y de la humanidad. Occidente es responsable del racismo, la xenofobia, el sexismo, el heteropatriarcado, el cambio climático y todas las demás calamidades que conforman el pliego de cargos contra veinticinco siglos de historia. Organizaciones como el Foro de Sao Paulo y el Grupo de Puebla dedican todo su esfuerzo a la condena de Occidente y la reivindicación de los “pueblos originarios”, las “luchas de liberación” y todo el repertorio de la izquierda global. 

Las selecciones nacionales arrodilladas en los partidos de fútbol representan, simbólicamente, no sólo una petición de perdón, sino una asunción de culpa

La cancelación y el autoodio son necesarios porque debilitan las sociedades. Imponiendo sobre ellas -o sobre parte de ellas, como los beneficiarios del “privilegio blanco”, por ejemplo- esos sentimientos de culpa y vergüenza, vencen las resistencias morales que llevarían a preguntarse por qué no se condenan esos mismos males en otras civilizaciones. El repudio permite la cancelación porque lleva a que quienes deberían defender la civilización guarden silencio. Nótese que no se trata de cobardía, sino de una verdadera ruptura entre el individuo y la comunidad. Las selecciones nacionales arrodilladas en los partidos de fútbol representan, simbólicamente, no sólo una petición de perdón, sino una asunción de culpa y una ruptura con el pretendido racismo sistémico de las sociedades occidentales.

Apenas terminada la II Guerra Mundial, Edgar Morin -uno de los pensadores de referencia en los foros de Naciones Unidas, miembro del Partido Comunista francés, primero, y del Socialista después- escribió un ensayo titulado “El año cero de Alemania” en que analizaba el estado de ánimo del pueblo vencido. Lo describió como “sonambulismo”. Advirtió de la propensión a creer en rumores. Describió la destrucción moral de Alemania. La alternativa de los comunistas fue reconstruir una identidad nacional a partir de la “memoria antifascista” de los comunistas alemanes. Ernst Thälmann y sus compañeros del Partido Comunista de Alemania, asesinado en Buchenwald en 1944, representarían la Alemania aceptable, mientras que los conservadores, los cristianos -cuya oposición a Hitler dio verdaderos mártires de la fe- y, en general, la burguesía, serían descalificados como “fascistas”.

No se trata de que nos “guste” -una de las peores esclavitudes de nuestro tiempo es la del “gusto” y la “apetencia”- sino de que es “nuestro”

Toda la alta cultura alemana se volvió sospechosa. Todo lo que no hundiese sus raíces en el pensamiento marxista era parte de la tradición que había llevado al patriotismo del siglo XIX, al nacionalismo, al imperialismo, al militarismo y, en fin, al nazismo. Tragedias como la de los alemanes del Báltico, los Sudetes y el Volga se silenciaron en la República Democrática Alemana. Se creó una estética, una arquitectura, un arte revolucionario al servicio de esa nueva Alemania resurgida “de las ruinas” como rezaba el himno de la DDR. El paraíso socialista alemán enarboló las banderas del antirracismo y la liberación de los pueblos, pero en realidad no se trataba de la lucha por su libertad, sino de facilitar la llegada de los comunistas al poder en los Estado surgidos de la Descolonización. 

Esto está sucediendo a gran escala hoy en el mundo. 

Por eso, debemos reaccionar contra esa cultura del repudio y rescatar la poesía, la literatura, la música y, en general, las tradiciones nacionales desde la gastronomía -ya escribimos aquí sobre el chuletón como trinchera- hasta la poesía épica y la caza. No se trata de que nos “guste” -una de las peores esclavitudes de nuestro tiempo es la del “gusto” y la “apetencia”- sino de que es “nuestro” y, en ese sentido, nos pertenece. Naturalmente que las culturas cambian, pero aquí no se trata de la evolución natural de los grupos humanos, sino de modas culturales y relatos que aspiran a imponer un sistema económico y político alienantes para el ser humano. 

No se dejen arrebatar la tradición. 

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