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Abogado. Columnista y analista político en radio y televisión.
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La defensa de las minorías cristianas

22 de mayo de 2023

Cuando se habla de refugiados e inmigrantes, se suelen subrayar las condiciones de pobreza, guerra o desastre ambiental de las que escapan. También es frecuente soslayar el papel que desempeñan ciertas políticas globales de explotación de los recursos naturales, así como la corrupción y el crimen organizado. Giorgia Meloni, por ejemplo, lleva años denunciando la explotación de pueblos africanos en beneficio de empresas multinacionales y gobiernos que las apoyan, lo que a su vez crea las condiciones para la emigración a Europa. La política italiana exhibió en 2019, durante una intervención televisiva, un franco CFA —la moneda corriente en ocho países del África Occidental y seis del África Central— junto a la foto de un niño de Burkina Faso que trabajaba en una mina de oro. La llamó «moneda colonial» impresa por Francia.

Tampoco es común hablar de la emigración por causa de la persecución religiosa que sufren los cristianos en ciertos países. Exigir la intervención internacional para defenderlos y evitar que tengan que marcharse es directamente un tabú. Salvo casos excepcionales como el de Hungría, que tiene un Secretariado de Estado de ayuda a las minorías cristianas. A través del programa Hungría Ayuda, Budapest contribuye a que los cristianos no tengan que abandonar sus países o puedan regresar a ellos. Desde becas para estudios hasta programas de voluntariado sobre el terreno, el Gobierno húngaro ha hecho de la ayuda a las minorías cristianas un eje importante de su acción exterior.

Sin embargo, hay pocos casos como éste en la Unión Europea. En general, Bruselas prefiere fomentar la inmigración que acometer sus causas. Así, tal vez no haya llegado a sus pantallas la terrible situación que atraviesan los cristianos en ciertas regiones de Nigeria.

El pasado 10 de abril la ONG nigeriana International Society for Civil Liberties and Rule of Law, conocida como Intersociety, publicó un informe aterrador acerca de la persecución —ellos lo califican de «genocidio»— que sufren los cristianos a manos de los yihadistas de la etnia fulani y de otros grupos terroristas similares. En 2022, los yihadistas mataron a 5.068 cristianos. En los primeros 100 días de 2023, la cifra de víctimas mortales de los atentados y ataques yihadistas asciende a 1.041 personas. Desde 2009, los cristianos muertos son más de 50.000 y a ellos se suman unos 34.000 musulmanes moderados que han corrido la misma suerte. Sin embargo, sería un espejismo pensar que todos están en las mismas condiciones para afrontar el terror de las organizaciones yihadistas. La minoría cristiana suele estar en desventaja.

Tomemos un ejemplo de lo que está ocurriendo en Nigeria. Por las mismas fechas en que Intersociety publicaba su informe, Ayuda a la Iglesia Necesitada-ACN España denunciaba que «un ataque contra desplazados internos en Nigeria causó al menos 35 víctimas mortales e innumerables heridos. […] El ataque fue perpetrado por radicales de la etnia fulani, que se dedican tradicionalmente al pastoreo, y tuvo lugar el pasado Viernes Santo, 7 de abril». La ONG contextualizaba el atentado, señalando que la localidad donde se cometió «está situada en el estado de Benue, en el Cinturón Medio de Nigeria, que ha sufrido enormemente la violencia ejercida por los pastores fulani contra los agricultores. El conflicto es complejo. La animadversión entre pastores nómadas y agricultores es antigua, pero se ha agravado en los últimos años con la introducción de armas automáticas que inundaron el mercado negro tras la caída del régimen de Gadafi en Libia. La situación se ha visto agravada por una dimensión religiosa, ya que la mayoría de los fulani son musulmanes y la mayoría de los agricultores de la región son cristianos, y se teme que la violencia fulani esté siendo avivada por quienes quieren limpiar la zona de la presencia cristiana». El informe de ACN España acerca de la libertad religiosa en el país revela que estos atentados distan de ser hechos aislados. En los últimos párrafos, se hacen algunas consideraciones que deberían movernos a la reflexión: «En el período estudiado en este informe, los obispos católicos de Nigeria han hablado en numerosas ocasiones sobre el sufrimiento de la población y la ineficaz respuesta de las autoridades en materia de seguridad, y han pedido al Gobierno que aborde las cuestiones fundamentales, llegando incluso a reclamar la dimisión del Gobierno del presidente Buhari dada su flagrante incapacidad para enfrentarse a esta situación. El obispo Matthew Kukah de Sokoto hizo un llamamiento especialmente contundente al presidente Mohammadu Buhari con ocasión del 60 aniversario de la independencia de Nigeria, celebrado el 1 de octubre de 2020. En su mensaje, el prelado pedía un cambio radical de política para poner un fin rápido a la violencia, detener el nepotismo que favorece a una serie de élites musulmanas y acabar con el asesinato de agricultores cristianos, sobre todo por parte de los combatientes fulani musulmanes. Mientras las élites políticas de Nigeria no estén guiadas por un auténtico deseo de promover el bien común en vez de perseguir intereses políticos, étnicos o religiosos, no se puede esperar ninguna mejoría sustancial para el derecho humano de la libertad religiosa».

Aquí cobra importancia la acción exterior de los Estados europeos. La Unión no duda en presionar a gobiernos extranjeros cuando se trata, por ejemplo, de cuestiones ambientales. Salvo excepciones como la húngara, el destino de estos cristianos perseguidos no importa a nadie. En el mejor de los casos, disponen de los mismos cauces que los demás para emigrar —a menudo como víctimas de redes de tratantes de seres humanos— y terminar en Europa. Además de otros efectos de la inmigración irregular, esto produce el agostamiento y la desaparición de las comunidades cristianas. Si los jóvenes sólo quieren marcharse, al final, la vida cristiana terminará desapareciendo de esos lugares. La emigración es, de algún modo, otra forma de que los yihadistas logren una victoria.

Por eso, se echa de menos en Europa un auxilio que, en lugar de fomentar le emigración, defienda y afirme la permanencia de los cristianos en sus países de origen y que promueva el crecimiento de sus comunidades. Se habla mucho del «derecho a emigrar», pero San Juan Pablo II El Grande advertía de la necesaria defensa del derecho a no emigrar. Así lo decía el Papa polaco en su mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y el Refugiado de 2004: «Crear condiciones concretas de paz, por lo que atañe a los emigrantes y refugiados, significa comprometerse seriamente a defender ante todo el derecho a no emigrar, es decir, a vivir en paz y dignidad en la propia patria. Gracias a una atenta administración local o nacional, a un comercio más equitativo y a una cooperación internacional solidaria, cada país debe poder asegurar a sus propios habitantes no sólo la libertad de expresión y de movimiento, sino también la posibilidad de colmar necesidades fundamentales, como el alimento, la salud, el trabajo, la vivienda, la educación, cuya frustración pone a mucha gente en condiciones de tener que emigrar a la fuerza».

De esto deberían preocuparse los gobiernos europeos.

Esto deberíamos exigirles nosotros.

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