«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Quince años en el diario líder de información económica EXPANSIÓN, entonces del Grupo Recoletos, los tres últimos años como responsable de Servicios Interactivos en la página web del medio. Luego en Intereconomía, donde fundó el semanario católico ALBA, escribió opinión en ÉPOCA, donde cubrió también la sección de Internacional, de la que fue responsable cuando nació (como diario generalista) LA GACETA. Desde hace unos años se desempeña como freelance, colaborando para distintos medios.
Quince años en el diario líder de información económica EXPANSIÓN, entonces del Grupo Recoletos, los tres últimos años como responsable de Servicios Interactivos en la página web del medio. Luego en Intereconomía, donde fundó el semanario católico ALBA, escribió opinión en ÉPOCA, donde cubrió también la sección de Internacional, de la que fue responsable cuando nació (como diario generalista) LA GACETA. Desde hace unos años se desempeña como freelance, colaborando para distintos medios.

La delgada línea rosa

3 de octubre de 2024

Hace algún tiempo me dio la humorada de ver en YouTube los anuncios para animar al reclutamiento de las tres principales superpotencias, Estados Unidos, China y Rusia. Los de las dos últimas eran muy buenos. Apelaban a la virilidad, el patriotismo, la camaradería, el sacrificio por los seres queridos, incluso la historia de glorias pasadas. El estadounidense consistía en unos dibujos animados en los que una joven progresista, hija de dos lesbianas, encontraba en el ejército la posibilidad de luchar por los nuevos derechos. No tengo que decirles que Estados Unidos tiene un serio problema para cubrir las filas de sus Fuerzas Armadas. Porque todo lo que venden ofende y repele al ethos del guerrero.

Todo eso que usted ve a su alrededor (teléfonos y carreteras, libertades y derechos, la luz y el agua corriente) está siempre a dos dedos de perderse, porque destruir es fácil y construir, difícil. Y, sobre todo, está tácitamente sostenido por un personaje vilipendiado, ignorado y denostado universalmente en nuestra civilización: el guerrero.

El guerrero no sólo construye muros: es el muro, la delgada línea roja que le permite a usted andar relativamente tranquilo a sus asuntos. Porque fuera está la barbarie, siempre, y el guerrero se ocupa, silencioso, de que usted pueda dormir por las noches vigilando a los tártaros del desierto.

El guerrero no es el mercenario, recurso de los tiranos cuando no se fían de sus conciudadanos, o a los que se echa mano cuando el pueblo se ha vuelto blando y cobarde. Tampoco es, necesariamente, el soldado, que no deja de ser una profesión, elegida a veces por descarte en una sociedad que ha olvidado la guerra.

El guerrero es un hombre de cierta pasta, no es cualquier hombre. El guerrero es el que, en palabras de Chesterton, lucha no por odio a lo que tiene enfrente, sino por amor a lo que tiene detrás. Es el que considera que no hay mejor modo de morir que luchando en un combate desigual «por las tumbas de los padres y los templos de los dioses».

Odiado por muchos, el guerrero es, sin embargo, absolutamente necesario. No hay riqueza en el mundo que pueda hacerle superfluo, no hay tecnología militar que le sustituya.

Estados Unidos, que lleva ya quizá demasiado tiempo de guardián de Occidente, gasta en su ejército más que la suma de los diez países siguientes. Y, sin embargo, de un tiempo a esta parte se ha dedicado a expulsar de sus filas al guerrero.

Uno lee la nómina de los caídos en las últimas guerras norteamericanas y ve que abundan los chicos del fly-over country, del país olvidado entre las dos costas, tipos de pueblecitos de los que nadie ha oído hablar. Muchos, blancos. Casi todos, varones. Incluso heterosexuales. Y esto, claro, no puede ser en nuestro mundo DEI (Diversidad, Equidad e Inclusividad).

De pronto, el Ejército de Estados Unidos tiene serios problemas de reclutamiento. Razones hay muchas, incluyendo la epidemia de obesidad y la disponibilidad de empleo en el mundo civil. Pero, sobre todo, hay una de la que no se quiere hablar: el Pentágono se ha vuelto woke. No quiere a ese joven blanco y heterosexual de Alabama con su masculinidad tóxica y su vieja y ajada biblia familiar. Prefiere mujeres —la vileza de una civilización puede medirse por la disponibilidad a poner a sus mujeres en peligro—, homosexuales, transexuales y cualquier color de piel siempre que no sea blanca. Aunque eso suponga ahuyentar al guerrero.

Go woke, get broke, dice el recentísimo refrán: hazte woke y te arruinarás. Pero el Ejército no puede arruinarse, sólo arruinar al país. Y, en el caso que nos ocupa, quizá a toda nuestra civilización.

En el Pentágono lo saben, o lo sospechan, pero el ejército es un campo de pruebas demasiado tentador para el ideólogo utopista. Es un público cautivo y hecho a la obediencia, se puede usar de laboratorio de las más disparatadas ocurrencias del fanatismo woke. Y así ha sido.

Una civilización puede ofrecer a los ojos el más imponente despliegue de poder, pero es sólo presa y botín para el bárbaro cuando olvida y margina al guerrero. Un reino no lo defienden armas controladas por Inteligencia Artificial, porque las máquinas no saben cuál es el uso adecuado de las armas. Y no basta con poner uniformes a cualquier exhibicionista no binario de Tik-Tok. Se necesita al guerrero. No un hombre que sepa matar, sino un hombre dispuesto a morir. Y los guerreros no van a ocupar su puesto en el muro —los necesitas en ese muro— si sus mandos los descartan y desprecian lo que son, lo que representan, para plantear una fantasía Disney del ejército arcoiris.

Un ejército de millones nada vale sin el espíritu del guerrero. Una buena estrategia es sólo técnica, como lo son las armas más sofisticadas. En manos de manfloritas sin vocación son botín para el enemigo. Sólo el guerrero responde correctamente a la pregunta: ¿Por qué luchamos? ¿Qué tenemos por lo que valga la pena matar y morir?

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